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Aves migratorias

A. R. ALMODÓVAR Convivir con ecologistas es un poco adelantarse al futuro; el que uno sueña, claro; el de una humanidad lúcida, instruida y solidaria, que vive en una naturaleza por fin limpia. Hago abstracción de esos ecologistas que han abrazado una nueva religión -no me interesan las religiones-, y procuro relacionarme con aquellos que gozan de la observación y del paisaje sin siquiera volcar en él proyecciones literarias. Cada año, de la misma manera que numerosas especies de aves se van agrupando en las proximidades del Estrecho, para pasar a África, así los más variopintos ornitólogos, para verlas. Esta temporada se calcula que llegarán a tres millones las que crucen con los vientos favorables del Campo de Gibraltar. Días atrás ya iban contados del orden de diez mil halcones abejeros. A finales de agosto, una nube vibrante de cigüeñas blancas, como treinta mil, formó una ancha franja en el cielo, que unía Tánger con Tarifa. Pero rehuyamos las tentaciones metafóricas. Contar todo eso ya es un oficio admirable. Hay gente que lo sabe hacer, y luego trabajar los resultados en el ordenador; y dispositivos ingeniosos que pueden perseguir a un solo ejemplar de cigüeña negra en su recorrido desde Holanda hasta Kenia. Cosas así. Pero nada, para el neófito, como observar a los que observan, otras veces al borde de lagunas y pequeños humedales, horas y horas de discernimiento sobre detalles mínimos: la lista superciliar, las franjas pectorales, la banda alar, el obispillo anaranjado, el anillo ocular blanco; el joven del adulto, el macho de la hembra, el plumaje nupcial del invernizo. Laboriosa taxonomía del matiz. (Es curioso, pero hasta el idioma se vuelve inopinadamente hermoso y expresivo, como un pájaro cantarino y onomatopéyico: fumarel, elanio azul, archibebe patigualdo, ánade friso, aguja colipinta, chorlitejo grande...). Y que no paran de subdividirse y multiplicarse, las aves, tantas como ya son, creando subespecies cada vez más difíciles de identificar, y como queriendo inundar toda la retícula de la existencia. O quien sabe si complacer a los ornitólogos. Se comprenden entonces muy bien aquellas reflexiones científicas de Goethe: "Las operaciones mentales con cuya ayuda compara [la morfología] los fenómenos son conformes a la naturaleza humana y le son agradables, de manera que tal tentativa, aunque resultara fallida, aliaría sin embargo la utilidad y la belleza". Horacio y el espíritu romántico de un ilustrado. No creo que la humanidad pueda llegar más lejos. Al menos una parte de esa humanidad, con la que uno convive cada nuevo paso de las aves migratorias, se ha anticipado ya. Da gusto andar con ellos, como decía, aprendiendo un poco más cada septiembre-octubre, pero sobre todo experimentando esa extraña conjunción de la pasión científica, el placer andariego y la comunicación personal. Nuestros nietos les rendirán tributo, o eso espero, y contarán la Historia a partir el momento en que los ornitólogos de la SEO, o de Ándalus, parecieron actuar en nombre de los que habían decidido enterrar toda clase de armas y de dioses. Y en adelante ya sólo extasiarse con el alto vuelo de las águilas, cuando aparecen por entre los densos nubarrones que coronan las cumbres últimas de Europa.

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