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Un viaje sentimentalANTONI PUIGVERD

Cada año, cuando llega el día 11 de septiembre y a pesar de la distancia que me separa del nacionalismo gubernamental, me pregunto si no debería colgar mi vieja senyera en el balcón. Me lo pregunto forzado, entre otras razones, por un hecho casual: el edificio de apartamentos en donde vivo está situado frente al Gobierno Militar de mi ciudad y veo ondear por las mañanas, al abrir la ventana, una enorme bandera española colgada del balcón principal (un balcón que goza, por lo demás, de un elemento decorativo, por así decirlo, esculpido en piedra: un enorme escudo de España, con deprimente aguilucho falangista incluido, que fue restaurado no hace mucho, en plena democracia); bajo el balcón, grabado en oro, una clásico de la fraseología franquista: "Todo por la patria". Uno intenta protegerse de los fervores patrióticos, pero al menor descuido se encuentra metido entre otro hervor, en un templo dedicado no a los mártires, como sucede en el caso catalán, sino a las grotescas grandezas de un pasado grandilocuente y feroz. Un fervor más siniestro, con soldados en la puerta. No cuelgo la senyera en mi balcón. Como casi todo el mundo, por otra parte; aunque en mi caso no la dejo encerrada en el baúl de los recuerdos por causa de la dejadez o del olvido, sino por vergüenza ajena (que siempre acaba convirtiéndose en propia): después de casi veinte años de apropiación indebida, es obvio que el cultivo de los bermejos surcos de nuestra bandera ha reportado enormes beneficios políticos al Gobierno convergente, aun a costa, sin embargo, de convertirlos en finca privada. A medida que la bandera se convertía en logo partidista, el trapo nacional dejaba de ser trigo limpio. Se ha convertido en un lamentable muestrario de grasientas manchas, muy poco edificantes; manchas que afean, que incluso repugnan; manchas que sonrojan el alma y enfrían el corazón. No cuelgo, pues, el trapo nacional en mi balcón y, sin embargo, llevado de lo que parecerá morbosidad masoquista (y que no es más que una forma de nostalgia), acostumbro por estas fechas a viajar por los territorios en los que la lengua catalana se ha fosilizado hasta convertirse, en la boca de unos pocos habitantes, en una muestra arqueológica. Generalmente subo hacia el norte, que me pilla más cerca, hacia los pequeños y cuidados pueblos franco-catalanes del Rosellón o el Capcir. Pero bajé esta vez hacia el confin aragonés de la lengua, buscando el rastro de los preciosos dialectos que se hablan en las comarcas del Matarranya y Los Ports (entre las provincias de Tarragona, Teruel y Castellón). Transité entre agrestes montes de bosque chaparro y entre campos de ocre riguroso que olivos y almendros, de vez en cuando, decoran. De pronto, la dulce y casi toscana sorpresa de Vall-de-roures (o Valderrobres, en Teruel), un valle entre colinas tenues como pechos de Lolita. Cada año, cuando llega la luctuosa fecha, necesito realizar un gesto sentimental de este tipo. Pocos kilómetros después de Reus ya era posible saborear, no muy lejos del incesante barullo urbano del litoral, imágenes casi perdidas en el tiempo: como la de los niños de Calaceit, en la provincia de Teruel, jugando en la calle, no a la antigua, sino con sus modernos coches teledirigidos, pero con la misma lengua y con la misma despreocupada naturalidad que gastábamos en mi infancia ampurdanesa, en los primeros sesenta. Suponía que en este pequeño espacio turolense, el catalán estaría también en trance agónico. Al fin y al cabo, allí siempre ha estado encerrado en un patio trasero, dialectal. Y es al revés: en Calaceit y en Vall-de-roures sólo oí el castellano en boca de unos jóvenes que salían de un coche con matrícula catalana. La variante dialectal que se habla en aquella parte de Aragón tiene una deliciosa pureza: la misma que tenía el catalán que yo aprendí en casa: repleto de castellanismos léxicos, pero puro y sabroso en sus formas sintácticas y en sus frases hechas. No encontré alojamiento en todo este territorio. El puente catalán de septiembre era un agosto sin fisuras. Desde Morella, descendía hacia Castellón. Sólo allí encontré hotel. A la mañana siguiente seguí hasta Valencia. El decorado cambió completamente. No sólo por el espléndido corredor verde de los naranjos, también por desabridas razones lingüísticas. En estas capitales -que no en los pueblos- el catalán que allí llaman valenciano ha desaparecido casi completamente de la vida civil. Las instituciones políticas lo usan vagamente: un poco. Y los particulares, puertas afuera, menos; nada. Entré en la magnífica catedral. En una capilla, un anciano cura recitaba para unos ancianos feligreses unos rezos muy valencianos, con apelaciones a los santos locales: ni una sola palabra en la vieja lengua del santo Ferrer, a quien con tanta devoción invocaban. Sin embargo, saqué la cabeza en una especie de sacristía gótica (extraordinaria) y pude atrapar un delicioso (por lo genuino) diálogo entre un cura y dos ancianos. Apenas unos minutos; hasta que llegó alguien más joven y empezaron a hablar todos en castellano. Valencia es ya como Perpiñán, una ciudad que ha perdido su lengua, llamen a la difunta como la llamen. Queda, sin embargo, el rescoldo del odio al vecino del norte: leí Las Provincias en un bar y la leche del café que estaba tomando se cortó tres veces. Tanta furia parece, más que ridícula, grotesca, esperpéntica: ¿de qué batallas hablan, si cuando hayan conseguido la secesión definitiva tendrán que celebrarla en el cementerio?, ¿a qué invasión se refieren, si el campo supuestamente invadido es un completo erial, un terreno abandonado a la molicie, erosionado por la falsa espontaneidad, esterilizado por la incuria y el campechanismo? Debe de estar preguntándose el racionalista lector que frecuenta estas páginas, si es que ha podido llegar hasta aquí, por qué necesito conmemorar, aunque sea de esta rara manera, la fecha que se ha convertido en un fetiche más de la ideología oficial. Ni yo mismo sé por qué estoy atado todavía a los gestos patrióticos. La "dissortada pàtria" de que hablaba Espriu hace 30 años (aunque ahora parezcan siglos) ha sido convertida en un templo de cartón piedra, una enorme y ampulosa construcción en honor al pasado en donde el falso mármol suplanta al auténtico y se confunde con él; un templo ideal para ejercitar los sentimientos gregarios y para convertir las viscosas penas y los sangrantes agravios del pasado en un material inflamable que permite a sacerdotes y funcionarios acólitos expulsar a los laicos, cerrar las bocas de los críticos, silenciar a los que dudan y obtener pingües beneficios partidistas, y personales, de la finca en donde se alza el templo de la patria. Algunas veces me seducen las exasperadas palabras y el desgarro apátrida del joven Stephen Dedalus, trasunto de James Joyce: "La patria es una cerda que se come a sus lechones". Pero en el mismo desgarro se observa que tampoco a Joyce le era fácil ser indiferente a los desastrosos avatares, a los penosos capítulos del fracaso de su Irlanda. No es fácil abandonar una herencia desgraciada, ni cerrar los ojos a la agonía de la propia lengua. Las ataduras sentimentales, por otra parte, pueden coexistir con la razón, una frente a la otra se enriquecen y modelan. La sobada retórica de nuestros administradores no oculta, aunque asquee, los fragmentos de verdad que flotan en la mantecosa salsa identitaria que agitan. Siempre, pues, que se discute sobre estas cuestiones, uno desearía encontrar, no tan sólo moderación, también delicadeza. Uno siempre percibe, bajo el radicalismo antinacionalista, cierto resquemor igualmente sentimental, aunque de otro signo: de otros paisajes, de otros acentos. La razón es más bella cuando confraterniza con el sentido común, en cuya casa encuentran acogida, y se amoldan, no sólo ella, en su pureza, sino también el deseo, el recuerdo y la fidelidad.

Antoni Puigverd es escritor.

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