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La maté aunque no era mía

Las páginas de sucesos no paran de referir hasta dónde llega el amor en sus excesos. Con tanto exnovio despechado, con tanto marido rencoroso, van a conseguir que la muerte femenina a manos de un patán deje de ser noticia. A los hombres, a algunos hombres, se les va la mano, y mira por dónde siempre para en la mejilla más cercana: la de su novia, la de su esposa, o, como dicen los puntillosos, la de su compañera sentimental. Se trata de un sentido de la propiedad privada bastante repugnante. Cuando hasta la izquierda más romántica ha comprendido que nadie está dispuesto a socializar su cadena de música, su biblioteca o su localidad de socio del Alavés, los más torpes, a la contra, pretenden extender el derecho a lo privado hasta extremos inverosímiles: esgrimen la propiedad de una persona, generalmente la mujer que tienen más cerca. Siempre pagan justas por pecadores. Ante el aluvión de violencia pseudosentimental sólo queda una salida: mano dura procesal, elevación de tipos penales y compromiso policial y judicial para dar a cada uno lo suyo; en concreto, para dar muchos años de prisión a los idiotas que aún se atreven a replicar, como si fuera una eximente: "La maté porque era mía". Hubo un Código Penal, promulgado en uno de los escasos periodos de gobierno liberal del siglo XIX español, en que se contemplaba como agravante explícita de las penas la condición de persona con estudios. Se entendía que todos debían pagar por sus delitos, pero el hecho de que el autor fuera persona ilustrada parecía aún más condenable, ya que su cultura comportaba una obligación social cualificada de solidaridad, decencia y respeto a la ley. Esta disposición, que nunca se ha recuperado, podría ser equiparable a la severidad con que se contempla el parricidio (parricidio, en nuestro Código, no es matar al padre, sino a cualquier familiar cercano). Del mismo modo, a uno le parece que todo homicida, asesino, secuestrador o violador debe reflexionar una larga temporada (ya en la prisión de Guadalajara, ya en cualquier otra prisión), pero desde luego, cuando la víctima del delito entra en la categoría de novia, esposa o compañera, necesita que su temporada sea un poco más larga. "La maté porque era mía". Imbécil, la mataste porque ella nunca quiso serlo. Lo triste es que, en vez de abundar en una verdadera política social y criminal, tanto macho encabritado va a ponérselo difícil a los eternos galanes de la melancolía, varones dubitativos y encantadores que sólo quieren seducir, los que se acercan a las chicas con una flor o, lo que es lo mismo, con un par de entradas para el cine. El sí para una primera cita es más excitante que el sí matrimonial. Pero, nos tememos, la conciencia social en este país se va a parecer cada vez más a esa puritana Norteamérica, donde los profesores, durante sus explicaciones magistrales, no pueden mirar dos veces a la chica de la primera fila (sí, esa de minifalda tan corta) porque serían de inmediato expedientados, y donde la mejor inversión para el futuro de una joven sin escrúpulos es acostarse en el instituto con muchos condiscípulos, por si alguno llega a presidente o gobernador y puede, veinte años después, hacerse famosa y millonaria mientras hunde su carrera política. Vamos a una sociedad cada vez más hipócrita y prevenida, donde los seres humanos se sientan inseguros ante la mera presencia de cualquier desconocido. Gran parte de culpa la tienen esos machos con la virilidad confundida. A todos los que matan por amor apasionado habría que imponerles penas accesorias a la privación de libertad: por ejemplo, prohibir que se enamoren de nuevo. E incluso acuñar, conceptualmente, un tercer género sexual al que adscribirlos: uno no quiere que le confundan con tales individuos, por más que guarde en la entrepierna cierto parecido anatómico.

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