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Gibraltar

Desde el Tratado de Utrecht, Gibraltar se convirtió en la china en el zapato que nos impide caminar dignamente y con la cabeza levantada. En momentos donde la territorialidad nacional se ve amenazada por disparates nacionalistas y treguas coactivas, no está de más mirar no sólo al norte, sino también echarle una ojeada al sur y comprobar que, la chinita gibraltareña, sigue molestando y marcando nuestro vacilante caminar en política exterior. En Algecrias, las patrulleras coloniales del Peñón continúan empeñadas en demostrarles a nuestros pescadores que las aguas que la bañan son jurisdiccionalmente británicas, hotigándolos y amenazándolos mientras faenan. O se han vuelto locos o continúan siendo descaradamente listos si, a estas alturas, quieren tangar la geografía y convencernos de que las aguas algecireñas son tan británicas como las de Bristol. Gibraltar, desde que los ingleses se la apropiaron por el procedimiento del tirón gracias a la debilidad borbónica, ha mantenido con la comarca una relación de estrechas afinidades y encontradas diferencias. Nido de contrabandistas, albergue de espías, base de acogida de bergantines corsos, lanzadera de expediciones británicas a las provincias hispanas de ultramar juegan en el debe de la colina en su relación con España. En el haber se contabilizan lazos de sangre que unen a familias de un lado y del otro, bancos cuidadosísimos con el dinero que cobijan, tráfico comercial de dudosa reputación que alimentan bocas andaluzas especialmente deprimidas... Unas y otras tejen una red de sentimientos y frustraciones que marcan la singularidad de la zona. Pero esa singularidad va a menudo lejos. Como está ocurriendo con el caso de los pescadores algecireños. Pesa sobre nuestra flota pesquera un destino fatal: en cuestión de aguas jurisdiccionales parece que da lo mismo pescar en el golfo de Gambia que a la vera de Trafalgar. Ya sea en casa o en la del vecino los resultados vienen a ser similares. A nuestra flota pesquera se la hostiga, se la amenaza y se la captura. A veces por su propia ambición. Otras, como en el caso algecireño, por la descarada interpretación jurídica de una colonia que huele a chamusquina cuando se trata de incordiar al vecino.

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