Camarada Tábano
Desde el escenario del teatro Infanta Isabel, un grupo de conspiradores planea tomar por asalto el Teatro Real, una propuesta tan virtual como atractiva, que suscribe, en nombre del buen nombre del teatro y del de su oficio de cómicos, un comando de acción directa comandado por el subcomandante Juan Margallo, Camarada Tábano, veterano guerrillero del teatro independiente, cien veces derrotado y siempre invicto, inasequible al desaliento y al desahucio. A finales de los años sesenta, cuando la cartelera teatral madrileña olía a naftalina y a Alfonso Paso, clásico de pelucón o vodevil reprimido, los grupos independientes de teatro, sometidos a estricta vigilancia y censura, se las ingeniaban, invocando a Brecht o a Grotowski, para reinventar los clásicos fuera de toda sospecha en versiones cargadas de ironía o de símbolos, de sobreentendidos y dobles lecturas. Nadie como ellos para convertir a don Pedro Calderón de la Barca en un precursor del marxismo mediante una reinterpretación de La vida es sueño, o hacer de un ingenuo entremés de Lope de Rueda una sátira contemporánea y despiadada sobre el poder y la justicia.Los Goliardos, grupo pionero y vivero del teatro independiente madrileño, recorrieron toda la geografía peninsular y plazas de soberanía con sus incisivos montajes a bordo de un viejo furgón casi blindado en cuya parte trasera podían leerse las siguientes consignas: "No nos pida Paso, pídanos Teatro y Teatro español. R.I.P. Los Goliardos no te olvidan". La legislación, entonces vigente en materia de teatro "de ensayo" o de "vanguardia", no autorizaba más que una representación en cada ciudad, lo que implicaba el nomadismo forzoso de los grupos independientes excluidos de los circuitos comerciales. Algunas de estas representaciones eran subvencionadas por el Ministerio de Información y Turismo (sic), aunque a veces el patrocinio se transformaba en expolio cuando los censores del ministerio, al término de la representación subvencionada por su propio organismo, decidían sancionar a los cómicos por irreverentes o disidentes con multa de una cuantía superior a la de la subvención concedida.
Tres actores curtidos en las más duras tablas, Petra Martínez, Vicente Cuesta y Mari Sánchez, con el contrapunto de una violinista invitada, vuelven a reinventar los clásicos entre la parodia y el homenaje. Hoy ya no necesitan disfrazarse de capa y espada para burlar las acometidas de la censura; hoy lo hacen a cara descubierta y a conciencia, mostrando los entresijos de su ancestral oficio y desmontando las suntuosas entretelas de la "alta costura", sus fastos y sus pompas.
La toma, incluso la quema, del Teatro Real que propone el comando no debe tomarse en un sentido literal, como casi nada de lo que se dice desde un escenario; se trata de una ceremonia virtual, de un gesto teatral que apunta a la diana de una cultura faraónica para élites presuntamente cultas, un gesto ritual frente al altar de un culto idólatra, en el santuario del culto institucional a la cultura, olímpico circo en el que algunos espectadores de segunda clase sufren el martirio de verse confinados en sus localidades cegados por gruesas columnas que les impiden la visión de un espectáculo por el que no han pagado lo suficiente.
Pero las musas obstinadas no se encuentran a gusto en este coliseo maldito que guarda celosamente sus lujosos tesoros en el interior y muestra a los viandantes su pétrea y gélida silueta de mazacote, como un cofre sellado del que hace tiempo se escaparon todas las esencias, piedra de escándalo y de polémica, mascarón de proa en el Titanic.
El teatro independiente, profesional por el rigor y aficionado por vocacional, sigue gestándose en las buhardillas y desarrollándose en sótanos y trastiendas, allí donde se instala un tabladillo y se despliega una sufrida cámara negra, no tarda en aparecer el espíritu burlón de ese teatro que nació en corrales y nunca frecuentó los pesebres.
En las cuatro esquinas de la ciudad y de sus contornos urbanizados se multiplican las cofradías teatrales que ofician en las catacumbas del underground, nuevos monjes goliardos y tábanos airados, portadores del estigma del teatro, herederos legítimos de legítimos cómicos, de esos furiosos clásicos que sobre el escenario del Infanta Isabel proclaman su ilustrada república.
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