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Los ideales

Juan José Millás

En la última reunión de vecinos, el presidente de la comunidad se quejó de que el ascensor olía a tabaco.-No estoy dispuesto a tolerar que se fume en un espacio público tan reducido -añadió en tono de amenaza. Ninguno de los presentes nos atrevimos a contradecirle para no resultar sospechosos, pero algunos abandonamos la asamblea con mal sabor de boca. Al fin y al cabo, todo el mundo expele al respirar lo que lleva en los pulmones, sea humo de tabaco, aire viciado de un despacho mohoso o incienso de la iglesia en la que acaba de comulgar, cuando no la halitosis del cura que le ha confesado. Me pareció discriminatorio, pues, que estuviera permitido arrojar los bacilos de una bronquitis y no los alquitranes de una calada de Marlboro. Y eso que yo no fumo, lo dejé hace un año, por miedo al asma, soy muy cobarde, pero no me parece mal que haya gente con valor que continúe haciéndolo. Tampoco me atrevo a escalar montañas, aunque admiro a quienes se pasan los fines de semana colgados de una cuerda.

La cuestión es que el fumador o la fumadora del ascensor no hizo caso de las advertencias del presidente y a los pocos días fuimos convocados a una junta general extraordinaria. Sé por experiencia que en las reuniones de vecinos, si quieres derrotar al adversario, lo mejor es plantear cosas disparatadas, pues la gente se vuelve loca en estos cónclaves y entra al trapo con una facilidad increíble. Parece mentira que las mismas personas que participan del desvarío colectivo de estos aquelarres asistan al día siguiente a reuniones de trabajo donde digan cosas inteligentes o por lo menos no declaradamente subnormales. Propuse, en fin, para evitar un trato discriminatorio con los fumadores, que se prohibiera la respiración en el espacio público del ascensor. Por increíble que parezca, la propuesta se discutió como si tuviera alguna viabilidad, aunque no fue aprobada porque los inquilinos del sexto piso demostraron, con cronómetro en mano, que no era posible contener el aliento durante tanto rato sin dañar la salud.

Así las cosas, el odio se focalizó de nuevo en el fumador clandestino y decidieron organizar unos turnos de guardia para sorprenderle. Yo me negué a participar en esa operación de vigilancia, por lo que fui considerado sospechoso, así que abandoné la reunión no sin antes llamar fascista al presidente, que ignoraba lo que quería decir el término. Desde que no hay fascistas, te encuentras con el fascismo a la vuelta de la esquina.

Esa noche salí a pasear para disolver mi furia contra el mundo andando, y entré en un bar donde había una máquina de tabaco. Casi sin pensarlo, me dirigí a ella, compré un paquete de Marlboro y extraje con mucha precaución un cigarrillo que no me explotó en la cara ni nada parecido. Las dos primeras caladas me sentaron mal, pero la tercera me puso los neurotransmisores a cien. Encendí un cigarro con otro y pedí una copa de coñac o dos, no me acuerdo. Al abandonar el bar, el odio hacia mis semejantes no había cedido, pero ahora estaba dispuesto a descargarlo llenándoles de humo el ascensor. Cuando me disponía a abrir el portal, alguien me chistó desde la esquina. Me acerqué y era la vecina del tercero, una anciana que vive sola y con la que no había cambiado nunca más de tres palabras seguidas.

-Yo soy la que fumo en el ascensor -me dijo.

-Yo también -respondí blandiendo el paquete.

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-Tenemos que esperar hasta las doce -añadió-, que es cuando se retira el último turno de guardia.

En efecto, a medianoche el portal se quedó vacío y la vecina del tercero y yo entramos en el ascensor, donde permanecimos fumando hasta la una.

-¿Nos hacemos pis también? -propuse, en un arrebato de rebeldía sin precedentes en todo mi currículum.

Ella sonrió bondadosamente y dijo que de momento bastaba con fumar. Si las hostilidades continuaran, ya pensaríamos nuevas acciones. Y en ello estamos. Mi vida ha cobrado sentido, aunque me ha vuelto el asma. No importa: la anciana del tercero me ha contado que el Che era asmático también y recorrió América de cabo a rabo. Lo importante es tener unos ideales.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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