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Prisiones

E. CERDÄN TATO Con el ingreso en las instituciones penitenciarias de banqueros, políticos, empresarios, cargos públicos y agentes de inteligencia, se han confirmado, en la tenebrosa práctica, dos teorías aparentemente irreconciliables: la de la casa común y la de las dos orillas. Bajo el techo de cualquier cárcel, se albergan una supuesta delincuencia de hotel de cinco estrellas, despacho oficial, yate y marisquería, y una supuesta delincuencia de yonquis, descuideros, vulnerarios, chirleros, vendedores de papelinas y chorizos. Pero aunque la ley invoque la igualdad de todos, los primeros desgranan sus lamentos bajo la arboleda de una orilla, donde camareros de frac les sirven el almuerzo y el chófer espera, por si tiene que llevar a su señorito a una función de gala, con los papeles apañados, por el prestigio y la relación de su letrado; los otros ocupan la margen de secano, el tostadero del ferragosto o el páramo glacial, una escudilla de sopa agria y un abogado de oficio, recién salido de la facultad, a quien benévolamente el presidente del tribunal casi siempre absuelve de su osadía. Aún así, la magistratura se merece el mismo respeto que el servicio de la limpieza pública: el respeto debido a cualquier grupo humano y profesional. Cierto que el Poder Judicial sale de las oposiciones y no de las urnas, y que la legislación ha sido y es, como fruto de la aristocracia y de la burguesía industrial y capitalista, fundamentalmente el blindaje invulnerable de la propiedad privada y de la integridad de las personas, y más si las personas se conocen el callejero de los paraísos fiscales y tienen los testículos tallados por los diamantistas de Amsterdam. A estas alturas de la historia, ni el respeto ni el acatamiento pueden empañar la memoria. En nuestro país agitado por tantos y tan perversos episodios, conviene no olvidar que cuando un rico expolia o roba se le llama cleptómano y se le pone en manos de los psiquiatras; cuando roba un pobre se le llama ladrón y se le pone en manos de los guardias. Es una cuestión de semántica y de desprecio institucional. Por eso las prisiones no miden con grado igual a los banqueros y a los manguis.

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