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El síndrome de septiembre

El mes de septiembre está ya a medio hacer. Eso quiere decir que la gente ha empezado a reponerse de un nuevo y espeluznante cuadro clínico: el síndrome posvacacional, la epidemia que se extiende entre las masas justo cuando el verano termina. Los medios de comunicación han tomado la costumbre de advertirnos acerca de las nuevas amenazas que asedian nuestra vida. La entrada de la primavera se acompaña de reportajes sobre la alergia, el asma y los sarpullidos. La Navidad se ilustra con notables reflexiones sobre la depresión en el medio familiar. El retorno al colegio y la mochila estudiantil se relacionan con la artrosis precoz y la escoliosis. Pues bien, ahora aflora el síndrome posvacacional. Estamos atrapados. Hay mínimos problemas que nuestros mayores resolvían con lenguaje llano y directo. Volver al trabajo no era un síndrome, era una lata. No se trataba de un cuadro patológico sino de un cuadro costumbrista, algo casi entrañable, parte del ciclo anual, como el décimo de lotería en diciembre, los cordones de San Blas o la liga de fútbol. Quieras que no, el trabajo puede sobrellevarse, ya que la estadística constata que no desemboca necesariamente en el suicidio. Uno recupera los hábitos de siempre, se encariña de nuevo con las calles, con los bares, con el supermercado, incluso con su mesa de trabajo; uno vuelve, también, a esa mínima y valiosa cuota de felicidad que alberga todo ser humano por tener un trabajo, motivo fundamental del síndrome, pero vacuna decisiva contra el paro, singular cuadro patológico que afecta a la mente y al bolsillo. El síndrome conspira en contra de nosotros. La prensa, la televisión, la radio, el filósofo, el psiquiatra, todos se obstinan en hablar del síndrome. Están empeñados en el síndrome. Se recaba la opinión de especialistas que prefieren privarlo de importancia, aunque no dudan en describir sus síntomas precisos, perfectos como los de un cáncer, esos síntomas exactos que la ciencia ya ha catalogado. Es tanta la obsesión por el síndrome que uno, al final, se pone verdaderamente enfermo, del mismo modo que en primavera, con tanto reportaje alergológico, no hay más remedio que sucumbir al asma. Son enfermedades que nos vencen por extenuación, por insistencia mediática, por contagio informático o digital. Nuestra sociedad tiende a tecnificarlo todo, y la tiranía social pretende inyectar en nuestro espíritu inéditas desgracias, tanta es la obstinación de todos por hacer del contratiempo una patología. No les basta con que el verano se organice en insoportables caravanas circulatorias, en bloques de cemento a veinte minutos de la playa, en apartamentos penitenciarios. Como epílogo, se propone también el síndrome. La sociedad de consumo es tan atenta con nuestras necesidades que ha elaborado un nuevo manual de patología para agredir al ciudadano medio, nada importa lo sano que esté. Hay una rebeldía, propia de seres excéntricos pero íntimamente vitales, que el que escribe confiesa ejercitar. Consiste en no comprar productos cuyos anuncios televisivos interrumpan tu película favorita, en no leer bajo ningún concepto ese libro que anualmente se premia en cierto certamen millonario, en no pisar Marbella en tanto en cuanto su caudillo siga siendo un fascista, en no decir Maiami con la honesta intención de, aún siendo ignorante, mostrar propósito de enmienda y, por supuesto, en no ceder al síndrome posvacacional, cuya cantinela nos persigue en estos días. El mundo, desde luego, no cambia nada por entregarse a estas extrañas militancias, pero al menos parece más divertido. De hecho, uno vuelve a trabajar silbando y con buen ánimo. Además, hoy hace un día espléndido.

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