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El divorcio democristianoGUILLERMO RICO

Los habituales escarceos veraniegos entre Convergència Democràtica (CDC) y su socio de coalición, Unió Democràtica (UDC), no parecen haberse ido con las lluvias de septiembre, como suelen, una vez en marcha el nuevo curso político. La pretensión del líder de la formación democristiana, Josep Antoni Duran Lleida, de ocupar, detrás de Jordi Pujol, el número dos en la lista para las próximas elecciones autonómicas ha recibido duras críticas, por inoportuna, de dirigentes de CDC, cuando no ha topado con su frontal oposición. Suspicaces, los convergentes ven en esta maniobra un intento de Duran de tomar posiciones de cara a la sucesión de Pujol, una sucesión en la que ya muchos de entre sus filas están involucrados (Mas, Trias, Esteve, Molins). Ante esta actitud, Unió se pone en plan serio y decide pasarle la pelota al propio Pujol, que parece más ajeno que nunca a la cuestión del sucesor. Mientras tanto, los socialistas aplauden a cada arranque de los democristianos y Maragall se congratula de poder ver atrasada la hora en que ha de tener lugar el "verdadero" enfrentamiento. Las rencillas entre los socios de Convergència i Unió (CiU) ya no sorprenden a nadie; no suelen llegar a mayores. Pero la posibilidad de que Unió acabe por desentenderse alguna vez del que ha sido su aliado electoral viene planteándose con cierta frecuencia desde hace ya algún tiempo. Y puede resultar más verosímil si, como dicen, la próxima será la última legislatura de Pujol, con lo que habrá desaparecido el gran líder carismático y principal agente aglutinador de la coalición. ¿Qué pasaría si UDC decidiese probar suerte en solitario? Su fortuna iba a depender, más que del gancho de Duran, de la percepción que de su posición ideológica tuviese el electorado. Poco es lo que sabemos en este sentido. Como proyecto político, la democracia cristiana no ha llegado a cuajar nunca en España como lo ha hecho en otras partes de Europa. Tan solo en Cataluña, con la propia Unió, lograba representación parlamentaria, en los comicios de 1977, con poco menos del 6% de los votos, un tercio de los que obtenía el Pacte Democràtic. Desde entonces han ido de la mano. Por eso la acogida que hoy tendría no puede ser más que una incógnita. La clave estriba en el espacio que UDC y CDC, por separado, ocupen con relación a los ejes que, como ha mostrado la ciencia política, articulan la contienda electoral en Cataluña: izquierda-derecha y catalanismo-españolismo (o, quizá mejor, no catalanismo). Cruzando ambos ejes se contruye un espacio ideológico en el que es posible distribuir al electorado y ubicar a los partidos. No existen recetas para determinar imparcialmente la naturaleza más o menos nacionalista, más conservadora o más progresista de una formación política: en última instancia, se trata de una cuestión subjetiva. Pero, a poco que nos paremos a pensar, Convergència se nos aparece más pragmática en lo social y Unió menos entusiasta en lo nacional. Ésta se muestra más comprometida con un ideario tradicional, mientras que aquélla parece más agobiada por la urgencia catalanista. En otras palabras, lo que para una es primordial, para la otra es subsidiario, y donde una cambia alegremente de postura, la otra procura permanecer inmóvil. Felizmente, estas apresuradas impresiones coinciden con los pocos datos de encuesta de que disponemos. Tanto el actual votante de CiU como el conjunto del electorado tienden a considerar que Unió es más de derechas y Convergència más nacionalista. Esto sitúa a CDC por el centro inequívocamente nacionalista y encajona a UDC algo más a la derecha pero en un nacionalismo más moderado, en pugna con un Partido Popular en creciente ascenso y con el crédito que da el Gobierno. Sin duda, el primero es un territorio mucho más poblado que el segundo, aunque también más competido y, por tanto, potencialmente más volátil. Convergència cuenta con la ventaja de saber que heredaría de Pujol la mayor parte de la renta electoral que la coalición ha ido trabajando durante los últimos 20 años. Traducir este planteamiento a porcentajes concretos no está al alcance, todavía, del análisis electoral. No obstante, es posible aventurar algunos resultados en forma de escenarios hipotéticos para tratar de comprender mejor la situación. Una cuestión básica es saber con qué parte del pastel de CiU se quedaría cada uno de sus socios. Conocemos ya el reparto derivado de la relación de fuerzas tras las primeras elecciones democráticas: 3 a 1. Sabemos en cuánto valora Unió su peso (2/5), y también el que, formalmente, le otorga la coalición (1/4). El caso más cercano, el de la formación del PCC a partir de la escisión del PSUC a principios de los ochenta, arroja una proporción aproximada de un cuarto. Los sondeos no predicen más de una octava parte. Teniendo en cuenta todo lo dicho, no es razonable imaginar que Unió lograse más de un cuarto del voto que ostenta CiU. Dejando actuar al sistema electoral, y suponiendo idénticos resultados a los de las autonómicas de 1995, esto supondría unos 14 escaños para UDC, 45 para CDC, esto es, un reparto equivalente a los 60 actuales. Convergència seguiría por delante del Partit dels Socialistes y Unió se convertiría en la cuarta fuerza en el Parlament. Reduciendo su proporción, el número de escaños lo haría en la misma medida y siempre en beneficio de su antiguo aliado, con lo que todo quedaría en casa. Mas no podemos olvidar que, de cara a las próximas elecciones, algo seguro va a cambiar, confirmados los cismas en Iniciativa y Esquerra. Éstos perderían en favor de convergentes y socialistas básicamente, pero también Unió podría llevarse algún que otro pellizco. Y la historia no acaba aquí. Sucesos como los aquí descritos explican por sí solos buena parte (si no la totalidad) de los resultados de unas elecciones. Es más que probable que la secesión de CiU movilizase electorados ajenos y que un sector nada desdeñable del propio se abstuviese, desconcertado, ante la necesidad de elegir, como ya ocurrió en 1982. Los socialistas, que ya andan bastante entusiasmados, tendrían entonces todas las de ganar. En definitiva, no parece que sea éste el momento más propicio para que en CiU resucitasen el fantasma de la ruptura. Tal como se presenta el paisaje político catalán, las consecuencias de un divorcio están lejos de ser predecibles. Razones muy poderosas tendrían que existir para justificar la maniobra. Claro que, quizá, la sucesión de Pujol sea una de ellas.

Guillermo Rico es investigador del departamento de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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