Faetón y su pandilla
Cuentan que Helios, el dios que cada día guiaba el carro del sol desde Oriente hasta los confines de Occidente, tenía un hijo llamado Faetón, el cual vivía en Egipto con su madre, la nereida Clímene. Ansioso el joven por demostrar a sus compañeros que, aunque desatendido por él, era hijo de un dios, fue a ver a su padre y le rogó que le permitiese guiar por un solo día aquel carro solar del que tiraban cuatro briosos corceles. Helios se resistió cuanto pudo, pero al fin no tuvo más remedio que ceder. Faetón emprendió el viaje y, al pasar por Egipto y avistar a sus compañeros, quiso demostrarles quién era, así que se acercó demasiado a tierra, abrasó todo el país del Nilo -que desde entonces es un desierto- y, desbocados los caballos, los cuales pusieron rumbo al cielo dejando congelarse toda la tierra, acabó fulminado por Zeus y arrojado a las aguas del Erídano. La fascinación que la mitología griega ha despertado y sigue despertando en nuestra cultura tiene mucho que ver con su permanente actualidad, con su capacidad para retratar tipos y situaciones que se repiten generación tras generación. Los poetas y los pintores han glosado innumerables veces la atracción que la bella Galatea suscita en el horrendo Poliferno y la cruel venganza de este, el castigo de Prometeo por haber llevado el fuego a los hombres, el suicidio de Narciso porque su propia imagen no responde a sus requerimientos... Reconocemos sus reencarnaciones en situaciones de cada día: la joven empleada a la que acosa sexualmente un jefe cargado de años y de poder, el cabecilla de la protesta laboral que termina siendo el único que va a la calle, el político que, envanecido, traiciona sus ideas porque ya sólo cree en su propio estar en pantalla... Las recreaciones del mito de Faetón son raras y cuando se dan -Villamediana- suelen carecer de aplicación práctica. Tal vez les haya faltado una situación social adecuada para fructificar. Pero ya lo tenemos aquí. Este fin de semana han fallecido cinco jóvenes en accidente de circulación en la Comunidad Valenciana. Nada excepcional, por otra parte: su cifra viene a engrosar una larga lista de muertos en noches parecidas, aquí y en el resto de España y de Europa todos los viernes y sábados del año. Armados del carro solar -casi siempre lujoso y de potente cilindrada- de un padre poderoso y ausente, se abalanzaron sobre el pretil fatal, quién sabe si para impresionar a los otros compañeros de travesía. Como en el mito, detrás quedaron las lágrimas de algunas ninfas del Erídano convertidas piadosamente en álamos por Zeus: una madre que hipa desconsolada y que tardará años en salir de la profunda depresión en la que ha caído, una amiga recién arrancada a la marcha, cuya ropa desenfadada no resulta chocante en el tanatorio porque la trágica expresión de su rostro en nada difiere de la de Antígona, la tebana. Ya resuenan las condenas, ya proliferan las soluciones. De juventud inconsciente, de que lo tienen todo, de que no han tenido que luchar en la vida, les motejan por un lado. Más controles de alcoholemia, más patrullas de policía, más cascos de motorista y mejores carreteras, reclaman por otro. Ambos grupos tienen toda la razón, si bien les corroe la sospecha de que, aunque les hicieran caso, sería inútil. Faetón era tal vez un inconsciente, pero, sobre todo, se sentía desgraciado, buscaba el reconocimiento social y no lo logró. A estos jóvenes cadáveres de mañana mismo nos los hemos quitado de encima dejándoles el carro poderoso que ellos nunca podrán conseguir con su trabajo. En EE UU, donde tanto saben de estadísticas, han calculado que la actual generación de veinteañeros es la primera en 100 años que tendrá un nivel de vida inferior al de sus padres, casi la mitad. Nosotros, que participamos del mismo modelo social y económico (¿acaso hay otro vigente?), no les vamos a la zaga. Incluso les hemos superado ampliamente: muchos de nuestros jóvenes no sólo ganarán menos, simplemente estarán en paro hasta que se jubilen. Nada tiene de extraño que la pandilla de Faetón huya a 200 km. por hora, de sus frustraciones, de su impotencia, pero sobre todo de nosotros mismos. Como hace miles de años, vuelan sobre una tierra ubérrina que, salvo en una estrecha franja junto al agua, ha sido desertizada, salinizada, calcinada por la dejaciones del dios viajero, una tierra que se inunda cada año con periodicidad implacable cuando llega la estación de las lluvias. Más lágrimas de las mujeres convertidas en ámbar, más mujeres transformadas en álamos.
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