La confesión
Cuando la inestabilidad financiera amenaza al mundo, cuando grandes regiones que en otro tiempo fueron fuertes o envidiadas se debaten para frenar su caída, cuando Afganistán se vuelve un país cada vez más oscuro, cuando África es víctima de nuevas guerras civiles, los historiadores de lo inmediato trabajan para que lo único que retengamos del mes de agosto de 1998 sea la puesta en escena de lo que yo propongo llamar "la confesión", en homenaje a la película de Costa-Gavras, pero sobre todo para comparar acontecimientos que, a priori, no guardan entre sí más que semejanzas formales. Quizá, después de todo, sea verdaderamente un acontecimiento importante, en la medida en que dice mucho sobre el tipo de régimen político hacia el que nuestras sociedades democráticas se están encaminando. Sería, en cierto modo, un indicador anticipado del régimen del futuro.¿De qué evoluciones es sintomático el asunto Clinton? Algunos han afirmado que Estados Unidos padecía un exceso de democracia, y ésa ha sido la interpretación que me ha llamado la atención. ¿Se enmarca dentro de la práctica de la democracia la confesión pública de asuntos privados, sea cual sea el rango de las personas que se ven obligadas a ello? Conocemos regímenes siniestros en los que ese método fue o continúa siendo sistemáticamente utilizado para destrozar a los ciudadanos y someterlos por completo a la arbitrariedad de un poder. Sabemos también que la confesión pública de cuestiones íntimas es una práctica corriente en algunas sectas. Estas similitudes no juegan en favor de la tesis de un exceso de democracia sino, por el contrario, en favor de su regresión. ¿Estarán entonces nuestros regímenes evolucionando insensiblemente hacia otras formas políticas en las que aparecen elementos totalitarios? Lo que ocurre en Estados Unidos es, sin lugar a dudas, caricaturesco, pero ¿no existen en nuestro respectivo país embriones de una evolución similar?
El recelo frente al político ha llevado a que se multiplicaran por doquier las instituciones "a-democráticas", es decir independientes de los poderes políticos, y por tanto "irresponsables" en el sentido jurídico del término. Es una buena manera de restringir el ámbito de intervención discrecional de los gobiernos en la esfera privada. Pero existen grados dentro de la independencia, y por lo general subsisten medios de control indirecto de esas instituciones. Así, por ejemplo, la independencia de los bancos centrales es relativa, puesto que los gobiernos conservan en principio el control de la política de cambio.
Sin embargo, la tendencia actual consiste en dar cada vez más independencia a instituciones cada vez más numerosas. El debate francés sobre la independencia de la justicia ofrece abundantes pruebas de ello.
Una cosa es desear y trabajar por que la ley sea igual para todos, y otra pretender que la justicia escape a cualquier mecanismo de control. La democracia representativa es, desde luego, un compromiso entre la soberanía de un "pueblo imposible de encontrar", retomando la hermosa expresión de Pierre Rosanyallon, y las exigencias de una buena administración. Pero, ¿quién no ve que la multiplicación de instituciones "a-democráticas" corre el riesgo de alejarnos de ese compromiso?
La inquisición hasta ese punto en la vida privada del presidente de Estados Unidos nos muestra hasta qué extremos puede conducirnos semejante evolución. La institución del fiscal independiente en Estados Unidos es probablemente hoy día la que cuenta con el grado de autonomía más elevado dentro de un régimen democrático. Se perciben bien las semillas de totalitarismo que contiene en potencia cuando su misión se ve pervertida por quien es su responsable. La confesión pública, la autocrítica, el perdón, no son consustanciales a la democracia, sino todo lo contrario. Si el poder de la institución autónoma sobre los súbditos de la democracia se vuelve absoluto (sin control), la institución se sitúa por encima de la ley, y en esta medida, se diferencia y se separa de la sociedad civil. No existe, en efecto, ninguna barrera ante la arbitrariedad y la opresión de una institución como ésa.
Los propósitos que dan origen a esta clase de instituciones son, por lo general, dignos de elogio. De hecho, la conveniencia de su creación es objeto de un debate clásico en filosofía política. En la mayoría de los casos, esas instituciones contribuirían a reforzar el Estado de derecho para garantizar mejor la regulación social, protegiendo a los individuos de la versatilidad -por no decir de la arbitrariedad- del político. El largo tiempo de la democracia no sabría avenirse a cambios tan frecuentes que condujesen a la inestabilidad social. Se podría entonces defender que los elementos de permanencia en la regulación social introducidos por la creación de esas instituciones reafirman la democracia en lugar de perjudicarla. La desconfianza ante el político no significaría entonces necesariamente recelo ante la democracia.
La ideología del mercado. Pero existe otra interpretación, según la cual la multiplicación de instituciones independientes, y por tanto "irresponsables", procede de un auténtico recelo ante la soberanía del pueblo y de la voluntad de protegerse de la democracia. Desde el principio, la democracia ha alimentado muchos temores, como el populista, el de la presión constante de la soberanía popular para exigir una redistribución de las rentas y de las riquezas. Marx opinaba que, por esas razones, la combinación de capitalismo y democracia sólo podía llevar a una forma inestable de sociedad. Los economistas más "liberales" no están tan lejos de compartir su opinión. Pero como el mercado es para ellos el mejor de los sistemas posibles, se han planteado cuál es el régimen político óptimo desde el punto de vista de su compatibilidad con el libre funcionamiento del mercado.
Para estos economistas, el principal defecto de la democracia es que provoca permanentemente una presión en favor del consumo inmediato, del desarrollo de programas sociales cada vez más caros, y por lo tanto va en detrimento de la inversión y de la iniciativa privada. Estas presiones y la redistribución de riquezas que llevan consigo, son como granos de arena en el engranaje del mercado. Se llevarían a cabo en detrimento de la eficacia económica y tendrían por efecto el de reducir la tasa de crecimiento.
"Sólo los Estados que se encuentran institucionalmente protegidos frente a esas presiones pueden resistir, y los Estados democráticos no lo están". Gary Becker, miembro eminente de la Escuela de Chicago y premio Nobel de Economía, ha construido con toda probabilidad el modelo teórico más influyente que ha permitido llegar a semejante conclusión. Pasa a la página siguiente
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Para decir las cosas sin rodeos y sin toda esa profusa literatura, lo que viene a afirmar esta conclusión es que las "libertades económicas", fundamento de la economía de mercado, están mejor garantizadas allí donde las libertades políticas son limitadas. Todo eso significa que los Estados más eficaces desde el punto de vista del mercado son aquéllos que gozan de mayor autonomía frente a la soberanía del pueblo. A falta de una dictadura ilustrada y preocupada por el largo plazo, el único recurso que nos quedaría para beneficiarnos todo lo posible de las ventajas del mercado sería el confiar responsabilidades cada vez más importantes a instituciones que se encuentren estatutariamente al abrigo de la presión popular. La independencia de los bancos centrales podría obedecer a esta lógica si no fuera acompañada de un proceso de "responsabilidad" (accountability), es decir, de control. Para acabar con la inflación -que sería producto de una indulgencia culpable de los gobiernos frente a reivindicaciones sociales contradictorias-, se consideró preferible en todas partes quitarle a los gobiernos la responsabilidad de la gestión monetaria. Desequilibrio de poderes. En una democracia, el poder político es por definición vulnerable a las presiones redistributivas ejercidas por el pueblo. Todo lo que lo debilite con respecto al poder de las instituciones autónomas -y que restrinja así el ámbito de la soberanía popular- va por buen camino. El asunto Clinton es el producto no intencionado de ese desequilibrio de poderes. El control del político por instituciones autónomas, que escapan a su vez a cualquier control real, no puede sino conducir antes o después a aberraciones semejantes.
El equilibrio de poderes, tan querido por Montesquieu, es un elemento constitutivo de la democracia, como lo es también la protección de las libertades personales. Ninguno de los dos se ha respetado en este asunto. La multiplicación de instituciones independientes, por muy fundada que esté desde la perspectiva de refuerzo del Estado de derecho, deja de estarlo cuando contribuye a romper el equilibrio de poderes. Y este riesgo existe desde el momento en que el control de esas instituciones no guarda proporción con el que ellas ejercen sobre el funcionamiento de la democracia. El problema, en este caso, no se debe únicamente a que la práctica de una institución haya pervertido el objeto de ésta, sino a que el recelo ante el político que transmite la ideología de mercado es propicio al desarrollo de instituciones vulnerables a esa perversión.
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