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El chino de Rousseau y muchos chinos más

El chino de Rousseau es el hombre de la pregunta del millón. Pongamos que del millón de dólares. ¿Quién de nosotros, pregunta Rousseau, no pulsaría el botón por el que quedase fulminado un chino de un remotísimo rincón del Asia, si ipso facto nos convirtiésemos en herederos de una fabulosa fortuna? La pregunta del millón está en el aire y esperamos sus respuestas. Baroja respondía que la mayoría de los hombres verdaderamente civilizados no pulsarían el botón, pero el hombre malo de Itzea no deja de ser un señor muy particular, y en cuanto a la evolución de la especie humana hacia la verdadera civilización, hoy se abrigan serias reservas. En el día de hoy todavía está caliente el botón que en los Estados Unidos de América han pulsado para que algún abyecto asiático quedase fulminado. Quizá, como observó el malévolo Clemenceau, los Estados Unidos de América sean ese país que viene del estadio salvaje y va camino de la barbarie, sin pasar por el habitual periodo intermedio de civilización. Desde luego que sería más fácil pulsar el botón si ese habitante de una remotísima región asiática resultase ser un mandarín sibilino y abyecto, como los de las películas y los flanes de antes. Antes se tenía una idea algo estereotipada de los chinos y esperemos que la exposición del Guggenheim colabore a la apertura de nuevas perspectivas sobre su civilización. Quise entrar al Guggenheim, para formarme un más amplio criterio sobre la civilización china, pero no pudo ser: cien mil propios y otros tantos extraños (guiris) aguardaban a la puerta, ávidos como yo de remota civilización. Para consolarme, puse proa al silencioso y recoleto Museo de Bellas Artes de Alava. Allí sí que se está bien y además se encuentra buena pintura, aunque no hay más chinos que los de Maeztu. Cuando un chino de China vio los orientales que pintaba Maeztu, preguntó: "¿Quiénes son estos italianos?". Los chinos de Maeztu son cosa mental, la esencia del exotismo, hasta el punto de que, al verlos, cualquier persona de ojos rasgados piensa en Italia.De todos modos, el persistente interés de Maeztu por los chinos no tenía nada de malsano y quedaba muy lejos de la obsesión enfermiza que Cêline tenía con "el peligro amarillo". El escritor incendiario (y conspicuo majadero, según muy diversos testimonios) Louis-Ferdinand Cèline estaba convencido de que, el día que el león durmiente de China despertase, se pondría a rugir para acto seguido devorar a Europa. Céline de buena gana hubiera pulsado un mágico botón que precipitara a todo el continente asiático en los abismos de la Atlántida. Con estereotipos mentales como los de Céline no debe de ser difícil pulsar el botón y llevarse por delante a todos los chinos. Y donde pone chino podría decir judío, gitano o, por hablar de algo más próximo, zipayo. También podría decir guiri. En sus orígenes guiri significaba lo que hoy y aquí zipayo. Un personaje de Galdós así lo cuenta en su Zumalacárregui: "A los de la Guardia se les llamó entonces guiris porque llevaban tres letras, G.R.I., en la gorra y en la cartuchera, y guiris se les llama todavía". Guiri vendría de cristino, o de guiristino. En cualquier caso, el epíteto es debido a la furia carlista. Pero lo más importante del relato galdosiano no es la etimología y antiguo significado de la palabra guiri, sino su consignación del proceso de simplificación mental por el que el carlista, después de reducir al partidario cristino a un espantajo estereotipado, estaba en disposición de pulsar su odio y llevárse al guiri por delante: "Urgía sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo toda compasión, para que cundiese la idea de que el cristino era un ser abyecto, indigno de las consideraciones más elementales". Ciertas postales anónimas enviadas en días pasados desde el filo (desde el filo del botón) han querido recordar a algunos (¿guiris?, ¿zipayos?, ¿chinos de Rousseau?) que el sufrimiento de la causa (¿proto o post carlista?) no será en balde. El sufrimiento de la causa no sabemos, pero la persistencia de las hostilidades callejeras y epistolares de la misma tienen una clara misión: mantener vivo el estereotipo abyecto del "chino"; estereotipo muy de agradecer por quien después haya de "pulsar el botón".

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