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Malaparte: el archieuropeo

Malaparte ha entrado en el parnaso de la colección Meridiani de Mondadori. Pero tarde, muy tarde. Cien años después de su nacimiento (Prato, 9 de junio de 1898) y 40 años después de su muerte (Roma, 19 de julio de 1957). Aun más tarde si se considera que Malaparte es el escritor italiano más famoso en Europa. He encontrado sus libros por todas partes: en las universidades, en las academias, en los colegios, en ediciones de bolsillo, incluso en Estados Unidos. Malaparte es el europeo ejemplar, como tituló Le Monde cuando le dedicó dos páginas enteras por el 40º aniversario de su muerte. Bertrand Poirot-Delpech -uno de los críticos más refinados de la Academia Francesa- propuso que le fuera dedicada una gran institución cultural y europea. Tal vez pronto se haga realidad. A nosotros los italianos, que hacemos un ruido ensordecedor para ingresar en Europa en la primera fase de la moneda única, Malaparte nos ofrece una ocasión de oro (no en dinero, sino en prestigio) de cara al gran objetivo cultural de final de siglo. Si la Europa de los espíritus avanza un paso más que la Europa de los mercaderes, como pedía Monnet, el centenario de Malaparte es la síntesis del centenario de este siglo XX, antes del tercer milenio. "En el gran suicidio de los años cuarenta -escribe en Le Monde Poirot-Delpech- fueron muy pocos los artistas europeos que supieron insultar al destino por aquello que tenía de trágico. Era necesario sentirse depositario de valores que fueran superiores a aquellos en cuyo nombre los ejércitos se lanzaban los unos contra los otros. Era necesario desafiar la acusación de traición, arriesgarse a la aparente deshonra de la cárcel". En 1931, Malaparte publicó su primer libro contra el fascismo. Con el 18 brumario de Bonaparte como telón de fondo, siempre se esboza la misma técnica de asalto al Estado; ésta lleva de Lenin a Trotski, a Stalin, a Mussolini y a Hitler. El libro fue prohibido y Malaparte enviado a prisión. "La táctica de Mussolini para hacerse con el poder -escribió Malaparte- no podía ser la de un marxista". En el libro, Hitler ya era ridiculizado, descrito de la siguiente forma: "(...) Este austriaco rechoncho, con el bigote colocado como una pajarita bajo la nariz (...), su héroe es Julio César con vestido tirolés". Malaparte era el anti-Céline, por su rechazo de la guerra. En Revuelta de los santos malditos, dedicado a Caporetto, la matanza de estos pobres soldados de infantería es una verdadera masacre, mientras que el fascismo la mitificaba como una victoria histórica. Fue censurado; pero Francia lo exaltaba. En 1941, siendo corresponsal del Corriere della Sera, describió magistralmente la derrota fascista y nazi en el frente ruso y fue enviado a prisión (a Lipari, cinco años). Tras la publicación de Kaputt, otro encarcelamiento (en Regina Coeli), por haber fomentado la revuelta de los italianos contra los alemanes. Sobre las masacres de la II Guerra Mundial ofrecía el punto de vista más europeo que pudiera existir, por su inutilidad, ya liberado de las ideologías que las habían preparado. La relectura de Malaparte, más allá de sus causas, llega, como dije, tras un silencio largo y culpable. "Tuvo el valor de pensar", escribe el crítico Vigorelli en la introducción. "Ya no existen en Italia intelectuales como él".

Por motivos de actualidad, en el volumen de Meridiani de Mondadori se consiente en juzgar que la pertinaz ignorancia del provincialismo italiano se debe a la vil negligencia de la industria cultural y a los celos encarnizados y pétreos de los críticos aferrados a las antiguas mentiras: era un fascista, era un fanfarrón genial. En marzo, en el Corriere della Sera apareció un artículo de un tal profesor Baldacci, con el título "Un payaso con genio llamado Malaparte".

Malaparte, y aquí llego a la parte más personal de este artículo, recorrió mi vida como un tornado. Era enero de 1956. Le conocí en aquella casa de Capri que se proyecta sobre el mar. Bruce Chatwin la llamaba "una nave homérica varada en seco". Era el mes de enero y fue Antonello Trombadori quien me pidió que me reuniese con él porque quería escribir para Vie Nuove, el periódico que por entonces yo dirigía. Y, sobre todo, quería marcharse a China, lejos de Italia.

Yo era joven, una mezcla de puritanismo y de dogmatismo, un espíritu rebelde siempre alerta (incluso contra el Partido Comunista Italiano) e ingenuo, que Malaparte comprendía bien. Él era guapo, esbelto, sutil, con unos inquietantes ojos negros. Yo despertaba su curiosidad: "¿Cómo hace una mujer para dirigir en Italia un importante periódico?". Hablamos en la terraza de la casa de Capri que se arrojaba como una gaviota roja contra el oleaje. Me resultaba convincente: "Ya no aguanto en Italia. Primero, los fascistas; posteriormente, los democristianos que se asemejan a los fascistas, y luego, siempre sus mismos aliados; y el chantaje continuo...". Y prosiguió: "Escuche, comendadora, le escribiré bellísimos artículos sobre China para Vie Nuove". Me reí. ¿Comendadora? "Vamos", dijo, "todos los directores de periódico son unos comendadores". Finalmente viajó a China, invitado para participar en un homenaje al escritor Lu-Tsu. Entrevistó a Mao, una gesta, algo como lo que escribió Malraux 10 años después. Solicitó a Mao la puesta en libertad de un grupo de sacerdotes católicos encarcelados y la obtuvo. Desde China, adonde viajó por primera vez tras la victoria de Mao en 1954, me enviaba puntualmente artículos fantásticos por télex. Cada uno de ellos hubiese supuesto el éxito para cualquier periódico. Pero yo no podía publicarlos. Porque Calvino, Moravia, Ada Gobetti, Paolo Spriano y otros muchos intelectuales habían escrito a Togliatti que era una vergüenza que "el fascista Malaparte" publicase en Vie Nuove. "Es un aventurero; me encantan los aventureros", replicaba, conocedora de la vida de la intelligentsia italiana. En aquella época, los intelectuales, tras la revuelta de Hungría en 1956, se convertían a la democracia, pero por poco tiempo, porque todos volvieron con el rabo entre las piernas al PCI, que consentía sus brillantes carreras de intelectuales orgánicos.

Malaparte regresó de China con un pulmón hecho pedazos, infestado de cáncer. Me escribió tantas cartas, una especie de diario de a bordo. ¡Las he conservado todas! "Querida Antonietta, ¿por qué no ha publicado las 60 páginas que le mandé? Fueron escritas en caliente para ser publicadas en caliente". Yo no sabía qué responderle. Luego regresó y fui a verlo a la clínica Sanatrix, donde permanecí junto a su cama. Por aquel entonces, toda Roma se precipitaba para asistir a la agonía del magnífico Curzio, que moría con sólo 59 años. Todos acudían: amigos, enemigos, escritores celosos como Moravia y Fanfani y los dirigentes comunistas como Togliatti en persona. Togliatti se hizo fotografiar con él. "Antonietta, ¿por qué no se acerca?", me decía, pero Togliatti quería aparecer solo en la imagen. Alrededor de Malaparte se peleaban por su alma, por su herencia, por el carnet del partido, por la conversión. Él juzgaba a las instituciones comparándolas entre sí. En su testamento legó su villa roja de Capri a los escritores chinos, ante notario y ante Borrelli, su director en el Corriere della Sera. "Quiero que la villa sea para los escritores chinos, para la civilización más antigua del mundo y no para los avaros de mis parientes". Pero el testamento fue impugnado con astucia de zorro, parecida a la de Andreotti, con el pretexto de que la China de Mao aún no había sido reconocida por Italia y, por lo tanto, no podía ser objeto de un legado testamentario.

Malaparte me enseñó a tener tres pasiones estratégicas: por Francia, por China y por Europa. Una noche me mandó llamar a través de su hermano Enzo. "Antonietta", me avisó, "siento que me muero. Pero quiero que usted lo sepa por mí y no por los periodistas". Tenía agarrada su mano. Durante todo el tiempo que duró su agonía, su cara permaneció hermosa. Los intelectuales, incluso tras su muerte, siguieron odiándolo, sobre todo Moravia. Supe a través de Susanna Agnelli, que alojó a ambos en Forte dei Marmi, que Moravia fue su secretario (era una información desconocida por todos). Susanna lo contó en un debate en la radio con motivo del 30º aniversario de su muerte. Moravia fingía no enterarse, pero su aversión no disminuía. Y en Sabaudia, en una cena en su casa, siguió diciéndome: "¿Sabe que La piel es un libro horroroso? En realidad, Malaparte no era un escritor, más bien no sabía escribir". Y posteriormente: "¿Sabía que se depilaba? ¿Lo vio desnudo alguna vez?". (¿Cómo podía hablarle así a la púdica directora?). "Tenía una p.... enorme y a las mujeres le gustan las p.....". Estaba presente la feminista Dacia Maraini. Yo me quedé de piedra, pero ella no replicó. Tal vez estaba de acuerdo.

Me alegra que hoy, con la publicación de su obra, Mondadori resarza de tantos insultos, devolviendo a los italianos y, sobre todo, a los jóvenes las admirables obras de Malaparte: entre ellas, La revuelta de los santos malditos, La técnica del golpe de Estado, Kaputt, Malditos toscanos y La piel. Ese europeo ejemplar que fue Malaparte emerge sobre un horizonte que quería condenarlo al silencio. Y si en los viejos años cincuenta el Consejo Municipal de Nápoles decretó el ostracismo de La piel, el gran relato que Malaparte escribió sobre el Nápoles ocupado por los aliados en el invierno de 1943, ahora, casi medio siglo después, el alcalde Bassolino "rehabilita" esa obra. El libro fue publicado en francés en 1948 porque los viles editores italianos tenían miedo de publicarlo. Malaparte hablaba de una ciudad al límite que recurría a prostituir a las jóvenes, a vender a los niños a los soldados estadounidenses, para conseguir un poco de comida, alguna pastilla de jabón o cigarrillos. En mayo de 1998, el alcalde de Nápoles pronunció un apasionado discurso para poner fin al ostracismo moral contra Malaparte. Y para abrirle las puertas de la ciudad del Vesubio como a un genio. Nápoles y Malaparte ya no son enemigos encarnizados por La piel.

Maria Antonietta Macciocchi es escritora y periodista italiana.

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