Más allá de Mauthausen
Soneja es uno de esos pueblos de los que se adueñan fácilmente las golondrinas. Está anclada, como una barcaza, a los pies de la sierra de Espadán, donde el Palancia. Es un lugar de mil quinientos supervivientes o al menos es ése el rango que transfiere, como una dádiva moral, la condición de uno de sus hijos más notables: Agapito Martín. Agapito Martín pasó por el campo de concentración de Mauthausen. Voluntario en el ejército republicano español, voluntario en la legión extranjera francesa, fugado del Stalag XII-D en Trier (Alemania), un reducto para prisioneros de guerra. El 3 de abril de 1941 entró en Mauthausen. No salió hasta la liberación, en el 45. En el Lager, ya se sabe, se sobrevivía por causas absolutamente imponderables: el propio azar, ante todo, y después la capacidad de conservar la salud. Pero también alguna creencia firme. Dios o, mucho mejor, el comunismo. No era el caso de Agapito: él creía en el nabo que quizá conseguiría al día siguiente, aunque se lo tuviera que quitar a los cerdos. El nabo: su mayor teodicea. Mauthausen es desde entonces un topónimo luciferino, pero antes de la guerra fue una aldea azul lamida por el Danubio. A pocos kilómetros se alza Linz, en cuya Reaschule estudió el propio Hitler. Según Max Aub uno es de donde cursa el bachillerato. Según Kimberley Cornish, el feo bachiller, futuro fundador del Tercer Reich, coincidió en Linz con Ludwig Wittgenstein, hebreo y filósofo. Y es así como el del bigotillo aprendió a odiar el judaísmo y la inteligencia. Pero ésa es otra historia. En Mauthausen todos conocieron a Sísifo sin saberlo. Este campo albergó una célebre cantera. Su granito, vulgar a los ojos del profano, era muy apreciado. Empedró las calles de muchas ciudades austríacas, entre ellas Viena. Agapito no ha oído hablar de ese tal Sísifo, pero recuerda perfectamente que los alemanes les prometieron la libertad cuando el gran montículo de piedra hubiera sido reducido a nada. El monte despareció, pero no llegó el orégano. En el Lager, ya se sabe, estaban prohibidos los espejos. Hay que leer a Jorge Semprún (La escritura o la vida), a Primo Levi (Si eso es un hombre). En el Lager, como en un convento, no puede entrar el cristal: mirarse es dignificarse, pero también ver a Dios o al demonio, que no son dos entes indisociables. En Mauthausen, esta regla implacable halló su reverso en el culto a la piedra. Sillería, adoquines, adornos.... Agapito sobrevivió sin mirarse al espejo durante todo el infierno, gracias a sus dotes de cantería. Más allá de las lógicas y terribles secuelas físicas del cautiverio, la interdicción especular le agravó un viejo temor: no le gusta que le fotografíen. Ahora Agapito tiene 82 años, viene y va de Carcassone a Soneja conduciendo su propio Citröen turbo diessel y atesora el siguiente capital genético: cuatro hijas (tres francesas, una valenciana), once nietos y dos biznietas. Quedan pocos de su estirpe, los que conocieron el infierno. A las personas, cuando envejecen, les pasa lo que a las casas: si el tejado aguanta, los otros achaques se sobrellevan. Agapito Martín tiene la cabeza muy despejada, y una cara a lo Samuel Beckett, uno de esos rostros de galápago donde la memoria se ha hecho evidencia depositada en surcos, para que nadie la ignore. A estas alturas de su vida le ha ocurrido lo que a tantos otros supervivientes: se ha visto embargado por la necesidad de divulgar su historia, de luchar contra el olvido. Hace muy poco la librería Athenas de Segorbe le publicó el opúsculo Sobrevivir a Mauthausen. Un breve compendio del horror -si es posible tal cosa: que el horror sea resumible-. Leyendo su libro, escuchando a este anciano, contemplando las golondrinas que siempre vuelven a Soneja, asisto a una vida de límites difícilmente ensanchables. Confrontada con ella, la mía me parece banal, supernumeraria. Vuelvo la mirada a su rostro, a su supervivencia. Tomamos en silencio unas cervezas en un bar que fue de la familia de Fernando Bolós. Me alegro de haber conocido a Agapito. Como diría Proust, soy ahora menos mediocre, menos contingente, menos mortal. Y puedo mirarme en el espejo.
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