Jordi Savall lleva a Utrecht su "música abierta"
Por paradójico que resulte, Felipe II sigue paseándose por Utrecht en olor de multitudes. Aquí se unieron en 1579 las provincias protestantes de los Países Bajos para rechazar su autoridad, y en esta ciudad se consumó también en 1713 la desmembración del imperio español (de entonces data la cesión de Gibraltar). Ahora, cuando soplan vientos de la vecina Maastricht, se aplaude con fervor la música nacida durante su reinado, que llena de público las salas en las que se interpreta. Jordi Savall llevó al Festival de Utrecht su peculiar concepto de música abierta.
Las cosas no empezaron pintando demasiado bien, ya que Frank Wallace confirmó los peligros que comporta cantar y tocar simultáneamente el repertorio para voz y vihuela de nuestro Renacimiento. Wallace es un instrumentista con problemas técnicos ostensibles y un cantante muy limitado en todos los aspectos. El audaz doblete se tradujo en un concierto deslavazado, con las nobles páginas de Milán, Mudarra, Narváez o Fuenllana innecesariamente envilecidas.Poco después, Rolf Lislevand deshizo el entuerto con un programa, si no muy arriesgado, sí bien planteado como un panorama representativo de la música española para instrumentos de cuerda pulsada en los siglos XVI y XVII. La calidad del sonido, la conducción de las voces y la claridad contrapuntística dominaron unas lecturas equilibradas y serenas en las que aún cabe alcanzar, como ha demostrado José Miguel Moreno, mayores cotas de hondura y expresividad.
Licencias
Horas más tarde, aunque en un escenario diferente, Lislevand volvió a tocar dos de las piezas de Gaspar Sanz que habían formado parte de su recital. Sonaban ahora, en cambio, con acompañamiento de pandereta y castañuelas. ¿Por qué? El guitarrista noruego era ya un integrante más de Hespèrion XX, el grupo que dirige Jordi Savall, y es que en los conciertos de éste nada suele ser como uno lo había escuchado o imaginado previamente. La percusión forma parte del marchamo de autoría que Savall gusta de imprimir a sus recreaciones de la música antigua. El catalán reclama para sí un lugar de privilegio en el acto interpretativo, que entiende como un ejercicio libérrimo realizado a partir de la fuente musical concebida como opera aperta: sólo así pueden explicarse el sinnúmero de licencias de todo tipo que asoman en sus versiones.
Savall ha hecho de su condición de iconoclasta una bandera, y un público deseoso de novedades lo premió ayer con aplausos encendidos. Los prólogos y epílogos que enmarcan cada obra rozan peligrosamente, sin embargo, el new age; el canto de su esposa, Montserrat Figueras, adolece de muy serias deficiencias de dicción y tiende con facilidad a la languidez y el entrecortamiento; aunque impecablemente ejecutado, el despliegue percutivo casi siempre fatiga más que ayuda. Así las cosas, los tonos humanos de José Marín resultaron muchas veces irreconocibles.
Savall ratificó su excepcional clase como violagambista en páginas de Diego Ortiz y Martín y Coll. Pocos reproches pueden hacerse igualmente a sus instrumentistas (Pedro Esteban, Adela González Campa, el propio Lislevand, o su hija Arianna, que dejó entrever buenas maneras como cantante).
Babelia
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