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Nuestro hombre en Belgrado

No somos muchos, por lo que parece, los que hemos salido indemnes de un acoso: el de la propaganda que ha dado en convertir a la OTAN en una filantrópica organización humanitaria. Menos aún resultamos ser, con toda evidencia, quienes, tras aferrarnos a la defensa de una Bosnia multiétnica y multicultural, preferimos seguir pensando que en los restos de Yugoslavia la OTAN no ha hecho otra cosa que forjar en torno a sí una interesada mitología.Porque mitológico fue en 1995, una vez comprobada la ineptitud de las potencias occidentales en la digestión del conflicto bosnio, el designio de atribuir a la OTAN -una instancia en la que se daban cita esas mismas potencias- un sinfín de inesperadas bondades. Mitológico se antojó, también, el discreto propósito de olvidar que la intervención urdida por la Alianza se verificó al cabo de tres años y medio de guerra, cuando ésta había hecho sentir ya todos sus efectos dramáticos. Por si poco fuera, la mitología reapareció cuando muchos de nuestros líderes de opinión, tan deseosos como nuestros gobiernos de aparcar desafueros sin cuento, prefirieron esquivar la contestación de un tratado, el de Dayton, que legitimaba el grueso de los resultados de la guerra y convertía en fantasmagóricos garantes de la paz a los presidentes de Serbia y de Croacia.

Con semejantes signos de identidad, es obligado concluir que la OTAN no salió tan bien parada de la crisis bosnia como tantas veces se nos ha contado. El reconocimiento de lo anterior no obliga a dar por buenas, sin embargo, algunas de las apreciaciones que, en los cenáculos de cierta izquierda, sugieren que lo ocurrido en los últimos años no es sino el reflejo de un tramado programa de expansión de la Alianza Atlántica en los Balcanes. Más bien parece que la OTAN se ha movido a regañadientes, empujada por los arrebatos de determinados grupos de presión y poco convencida de su competencia para la tarea, circunstancias todas ellas que no impidieron que al final, y con indisputable éxito, procurase hacer de la necesidad virtud. Aunque se trata de un apunte impregnado de ironía, no está de más recordar que en uno de los periódicos de Belgrado se señalaba semanas atrás que Slobodan Milosevic ha satisfecho de manera puntillosa su cometido de secreto agente local encargado de facilitar el asentamiento de la OTAN en los Balcanes occidentales. Y es que pocas personas han hecho más para promover la maltrecha causa de la Alianza que el hoy presidente yugoslavo.

Todas estas reflexiones rebrotan ahora, al calor del conflicto de Kosovo, en la forma de una impresión que se impone sin esfuerzo: la de que las miserias que aderezaron el tratamiento internacional de la guerra de Bosnia están reapareciendo una por una, sin que importe ya demasiado lo que pueda ocurrir en los meses venideros.

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Y es que las similitudes en el encaramiento de las dos crisis son tan sólidas como numerosas. Ahí está, si no, una dramática imprevisión, que en Bosnia dio en olvidar la ruptura de las reglas del juego que habían asumido Serbia y, luego, Croacia, y en Kosovo se ha traducido en la determinación de cerrar los ojos ante lo que venía sucediendo desde la abolición, un decenio atrás, de la autonomía de la región. Ahí están también las irrisorias sanciones arbitrarias contra Serbia, que desde hace un lustro ha sabido internacionalizar su economía y apenas depende de suministros externos de armas. Ahí está la patética realidad de unas maniobras militares que, a comienzos del verano, se proponía mantener a Milosevic alejado de cualquier tentación de hacer en Kosovo lo que al cabo, y como en Bosnia, parece haber hecho en las últimas semanas. Ahí está, en suma, la inanidad de la propuesta de restaurar la condición autónoma de 1989, que en algo recuerda al reconocimiento postrero, en Dayton, de una república serbia de Bosnia que era producto directo de un golpe de Estado y de una agresión exterior.

Si todo lo anterior configura un patético balance -y éste es el momento de subrayar que no hay que respaldar una intervención de la OTAN para hurgar en la herida de las enormes incoherencias de las potencias occidentales-, aún peor es el panorama que se adivina con el concurso de datos más recientes. El primero, sutilmente apuntado por analistas bien informados, sugiere que a Milosevic se le ha concedido en las últimas semanas un respiro para que, si a bien lo tiene, machaque al Ejército de Liberación de Kosovo, socave así uno de los asientos materiales del independentismo albanés y clarifique el perfil de una futura negociación. Al hilo de esa concesión, y en aceptación de la propaganda de Belgrado, algunos miembros de la OTAN parecen haber asumido en plenitud que el Ejército de Liberación es un grupo terrorista. Así las cosas, a sus ojos se impone, por un lado, sellar la frontera de Kosovo con Albania y, por otro, ignorar la represión ejercida por soldados, policías y matones enviados desde Serbia.

Esa forma de mal razonar cobra alas, en segundo lugar, merced al crédito que se le concede a la precaria aserción de que Kosovo es un asunto interno de Serbia, y al amparo del paralelo desdén con que se obsequia a cualquier propuesta que considere, siquiera en la lejanía, un horizonte de autodeterminación. El empecinamiento al respecto, tanto mayor cuanto que la comunidad internacional no ha encontrado interlocutores albano-kosovares dispuestos a apearse de ese tipo de propuestas, elude considerar el porqué de semejante terquedad. La impresentable política de Belgrado ha acabado por generar, sin embargo, fundamentos jurídicos que obligan a examinar -como lo recordaba hace unas semanas Gurutz Jáuregui en estas mismas páginas- la conveniencia de abrir el cauce a una fórmula de autodeterminación. La calificación de asunto interno de Serbia que se le asigna al conflicto coloca a la resistencia kosovar, por cierto, en posición aún más endeble que la que correspondió en 1992 a un Gobierno bosnio que, al fin y al cabo, se había hecho acreedor de un reconocimiento internacional.

El tercer dato lo aporta la disputa, aparentemente acalorada, sobre si una intervención de la OTAN en Kosovo debe contar o no con el plácet de Naciones Unidas. Al respecto bueno es recordar que hay una distancia abismal entre la posición de quienes, cargados de razón, responden que ese beneplácito es inexcusable y la exhibida por el Gobierno ruso. Detrás de las palabras de este último no hay ninguna apuesta por un orden internacional justo, consensuado y dialogante, y sí el prosaico designio de reservarse, llegado el caso, el ejercicio del derecho del veto en el Consejo de Seguridad. Claro que esto no es, con todo, lo principal: estaríamos dándole la espalda a la realidad si no cayésemos en la cuenta de que, al igual que en Bosnia, las pretensiones rusas le vienen como anillo al dedo a muchos de los miembros de la Alianza -acaso todos-, poco inclinados a acometer intervenciones y deseosos de procurarse, siquiera sea durante un tiempo, alguna añagaza autoexculpatoria.

El último dato lo proporciona la certificación de cuáles son las verdaderas inquietudes de nuestros países y, con ellos, de la OTAN. Pese a la retórica al uso, a nuestras potencias les importan bien poco los derechos conculcados, y no mucho más los efectos, sobradamente conocidos, de las políticas de limpieza étnica. Lo que levanta genuino desasosiego es el fantasma de una oleada de refugiados que, rumbo a Macedonia, provoque una sublevación entre la comunidad albanesa de este último país, genere una guerra civil y abra el camino a una internacionalización del conflicto. Y ojo, que la fuente de zozobra se llama, en exclusiva, Macedonia. A pocos parece mortificar, en cambio, el destino de una Albania que, caotizada, se antoja difícilmente desestabilizable. Pena es que meses atrás pasasen inadvertidas unas declaraciones del presidente macedonio, Kiro Gligorov, quien apremiaba a la comunidad internacional para que abriese un corredor humanitario que condujese desde Kosovo hasta... Albania. Con estos mimbres el escenario se ajusta mucho mejor al tono de unas políticas, las occidentales, poco interesadas en la defensa de abstractos principios. Porque, ¿alguien ha pensado en serio que a nuestros gobiernos les conmueve la permanente conculcación de derechos de los albaneses de Kosovo?

Hace unas semanas, cuando el Mundial de fútbol daba sus primeros pelotazos, el representante de la Liga Democrática de Kosovo ante la UE, visiblemente ilusionado, me contó que el Parlamento holandés mostraba una firme disposición a impedir que la selección de los Países Bajos, caso de emparejarse en las eliminatorias con Yugoslavia, se presentase al encuentro. Mi contertulio kosovar, que consideró injustificado mi escepticismo al respecto, hubo de pasar unos días después por el amargo trago de comprobar que Holanda jugó con Yugoslavia, a la que, para su liviano consuelo, derrotó. Tras sucumbir a la ceguera que produce la desesperación, los dirigentes albaneses de Kosovo no parecen menos ingenuos cuando reclaman, agarrándose a un clavo ardiendo, una intervención internacional. Si al final ésta se produce, habrá que analizar minuciosamente cuáles son sus causas, sus objetivos y el escenario final que promueve. No vaya a ser que luego de tanta alharaca nos encontremos, como en Bosnia, con que los agresores -y entre ellos un agente secreto que opera desde Belgrado- reciben parabienes mientras las víctimas siguen llenando cementerios y se arraciman en los campos de refugiados.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y coautor del libro Los conflictos yugoslavos.

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