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La asamblea

PACO MARISCAL Castellón, mediodía y calor suavizado en la sombra por la brisa del mar. En la periferia de la ciudad se reúnen los vecinos de la asociación del barrio, uno de esos barrios surgidos de la permisividad y la ilegalidad urbanística que estamparon su sello en la capital de La Plana durante las tres y cuatro últimas décadas. Visto desde las colinas cercanas, Castellón es un desconcierto de casas; la calle o la asamblea de vecinos es diferente: la calle es acogedora y en la reunión el vecindario es dialogante, apasionado en las formas y socarrón. El presidente de la asociación, elegido en su día democráticamente, lee el acta de la sesión anterior y luego informa del aumento de la potencia en la red eléctrica, conseguida tras largas y pesadas negociaciones con la compañía del ramo, que vino a solucionar algunos problemas de luz y electrodomésticos. Los vecinos siguen las explicaciones ajenos a los motores de los helicópteros que van y vienen al antiguo cuartel militar y que desplazan de aquí para allá a los ilustres veraneantes de Les Platgetes de Bellver. A los vecinos les importa y les alegra que por fin, estos últimos días de agosto y pagados con sus cuotas a la asociación, hayan aparecido en sus calles unos caballones o camelones que frenan tráfico y ruidos, y permiten una cierta tranquilidad si la población infantil se desplaza en bicicleta. En otras ciudades europeas son los ayuntamientos quienes ordenan el tráfico en las calles y limitan la velocidad de los vehículos a un máximo de treinta kilómetros por hora; aquí son los vecinos quienes toman la iniciativa. Los vecinos se interesan por lo cotidiano e inmediato; los helicópteros vuelan por el aire y hacen mucho ruido. El silencio laborioso es el de los vecinos castellonenses que están al frente de las asociaciones de barrios. En el barrio cercano al antiguo cuartel militar, el secretario de la asociación repasa el estado de cuentas de la misma y expone las alegaciones presentadas en el Ayuntamiento de la ciudad para que se modifiquen determinados viales que el municipio proyecta abrir. Trabajan desinteresadamente casi todos estos dirigentes de los barrios y hablan políticamente, claro, es decir, sin la retórica política al uso. La crítica puntual que cosechan algunas veces no desvirtúa su actividad cívica. Merecen el reconocimiento de todos, aunque sea agosto y tengamos calor en exceso. La asamblea continúa en valenciano como es habitual. Los ruegos y preguntas vienen a ser las hierbas aromáticas que adoban la reunión. Se plantea la iluminación pública del barrio y se discute la posible instalación de farolas ecológicas que eviten el despilfarro. Los vecinos asienten. También admiten como conveniente la necesidad de solucionar los problemas de basuras y vertidos: a dos kilómetros y medios están los contenedores de vidrio y papel más próximos. Se alzan numerosas voces de protesta contra los que incívica e irresponsablemente ensucian el entorno donde se vive y se convive. Los vecinos del barrio cercano al antiguo cuartel militar entraron hace tiempo en la modernidad. Las calles del barrio tendrán nuevos nombres, exentos de sectarismo político y propuestos por los mismos vecinos: carrer de la magrana, carrer del salze, carrer de la noguera, carrer del llorer, carrer de la pedra blanca... Hay política sana en estas actuaciones del vecindario, política inmediata ajena a pactos lingüísticos y enredos de salón, y cuando finaliza el ajetreo de famosos veraneantes y estrellas de la playa, es conveniente conservar en el recuerdo a esos sesenta o setenta vecinos a la sombra un sábado de agosto y de calor en Castellón.

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