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Números diabólicos

Es cierto que una cifra llamativa facilita un titular y poco puede reprochársele al periodista que haga uso de ella, más aún cuando la cifra por sí sola resume toda una información o destaca lo más escandaloso de la misma. Pero lo más interesante de las cifras son las interpretaciones que suscitan, ya que por sí solas a menudo marean más que otra cosa como bien saben quienes han dejado las matemáticas para septiembre. Y, referidos al público (turistas, espectadores, audiencias), donde suelen mezclarse churras y merinas, al mareo de los números suele sumarse la perplejidad. En pleno desarrollismo franquista y con ocasión del boom turístico, una de las más publicitadas por activa y por pasiva fue la del turista "un millón", a la que seguirían el turista "dos millones", "tres millones" y así, añadiendo ceros, hasta ahora. Eran éstas cifras mágicas a las que incluso se sumó alguna canción popular de entonces. Una de esas graciosas melodías, que todavía se puede escuchar en diferentes cadenas televisivas gracias al repentino virus camp que parece haberse aproderao de ellas, reivindicaba con la mayor inocencia del mundo la construcción de un puente desde Valencia hasta Mallorca. Más de uno debió darle vueltas a esta idea tan extravagante que, por fortuna, no prosperó, aunque la voracidad por sumar millones de turistas tuvo como correlato la no menos voraz especulación urbanística de nuestras costas y otras perversiones del crecimiento económico que con mayor rigor han sido abordadas por especialistas a lo largo de las últimas décadas. Sorprende por ello que, todavía ahora, a la vez que se pone el énfasis en la calidad, la diversidad y el desarrollo sostenible, se siga echando mano por estos pagos de los récords de visitantes como medida del éxito de la campaña turística. Llevada al absurdo esta pasión por las cifras que todo justifican, la apoteosis turística valenciana debería ser una especie de Benidorm abarcando toda la costa, de norte a sur, con el cien por cien de las plazas hoteleras ocupadas. Y no es eso. Sin embargo, parece que la misma vara de medir ha comenzado a utilizarse para otros bienes de interés cultural tales como los museos. Sin ir más lejos, el Guggenhein de Bilbao propagaba a los cuatro vientos, con orgullo comprensible, el paso por taquilla (a mil pelas la entrada, lo que tiene más mérito) de la visitante "un millón". Se trataba sin duda de un récord nacional en este tipo de instalaciones, dada la juventud del recinto bilbaíno, y que fue precisamente batido por una turista valenciana. Puede que sea una mera coincidencia, pero algún fervor museístico ha debido hacer presa en los valencianos, ya que hace nada el presidente de la Diputación de Valencia celebraba públicamente los 123.000 visitantes recibidos por el Centre Cultural de la Beneficència (complejo de salas de exposiciones y museos de la capital) a lo largo del primer semestre del 98. De nuevo, la magia de las cifras entró en juego, ya que ésta última, unida a la de los visitantes de ejercicios precedentes, llevaba al gestor provincial a calificar el complejo como "el centro dinamizador de la cultura en Valencia". Hombre. No cabe duda de que este récord numérico, aunque quede a una distancia considerable del Guggenhein, constituye una buena noticia. Y legítimo es también hacer del mismo un uso promocional, pero extraer a partir de ahí conclusiones de tal calibre en el ámbito cultural, requeriría entrar en algún análisis de carácter cualitativo y comparativo riguroso del que los números poco dicen y que rara vez se hace. Porque, además, uno puede ser víctima del mareo que éstos producen, y en la emoción de hallarse ante una cifra superlativa, hacerle ver en el millón largo de visitantes que El Prado recibe, poco más de cien mil para que el cotejo entre espacios culturales incomparables resulte plausible. Conviene no olvidar que con cifras de audiencia récord, y salvando las distancias, los responsables de la televisión pública valenciana pretendían hace apenas un año justificar lo injustificable: una programación impropia de una televisión pública, para abreviar. Y es que las mediciones de audiencia son muy sufridas. Lo permiten casi todo, pero no explican por qué la televisión pública norteamericana ha producido, con una financiación inestable y audiencias limitadas, programas como Barrio Sésamo, modelo único de televisión para la infancia, y nosotros sólo exportamos Tómbola. Tampoco explican por qué Canal 9, sin elevar la calidad de la programación y la altura de la información, se encuentra ahora tan lejos de aquellos récords de audiencia. Llegados a este punto, lo razonable es apostar por un sano escepticismo respecto a cifras como éstas, meros síntomas que poco nos dicen, por sí solas, acerca de la bondad o maldad de las cosas, y aceptar, siempre que no nos toquen los bolsillos, el juego que propone Hans Magnus Eszenberger en El diablo de los números, un libro que, según cifras de ventas, es todo un récord en la actualidad.

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