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Sudán: habrá hambre mientras haya guerra

El ataque de EE UU a una factoría sudanesa de productos químicos, que para el Gobierno estadounidense ayudaba a producir gas nervioso y para otras fuentes no fabricaba otra cosa que productos farmacéuticos, ha coincidido curiosamente en el tiempo con unas campañas publicitarias lanzadas últimamente por varias organizaciones internacionales y ONG para conseguir miles de millones de pesetas y ayudar a la población sudanesa que muere de hambre.Es posible que recauden cantidades tanto o más importantes que las obtenidas en 1994 cuando las masacres de Ruanda, y es seguro también que estos dineros ayudarán a que muchas personas sean atendidas y se evite su muerte. Pero es completamente seguro que si no se hace algo más, este episodio volverá a repetirse dentro de unos meses o de unos años, porque así está sucediendo desde hace cuatro décadas. Es hora de preguntarse, por ello, si lo que hacemos es lo más adecuado, por qué lo hacemos y, sobre todo, qué es lo que convendría hacer para terminar con esta espiral de muerte.

Desde su independencia en 1956, Sudán ha sufrido tres guerras civiles, en las que han perecido 1,3 millones de personas, pero la inmensa mayoría de estas muertes no han sido en combate, sino por hambre y enfermedades derivadas de un continuo desplazamiento de centenares de miles de personas, que huyen de los enfrentamientos y buscan refugio en otras regiones o en países vecinos. El origen fundamental de estas guerras reside en el histórico abandono y marginación del sur del país, cuya población es mayoritariamente negra, bantú, cristiana y animista, frente a la del norte, árabe e islámica. El sur de Sudán ha sufrido y ha batallado por el reconocimiento de sus aspiraciones de autonomía y contra la dominación política, cultural y económica del norte, cuyas raíces vienen de muy lejos, de la colonización británica. Es, por tanto, un conflicto más político que religioso, aunque este último aspecto es sumamente importante, pues desde hace unas décadas existe un proceso de islamización forzada que se añade a un secular antagonismo racial, ya que desde el siglo XVI el sur de Sudán fue una reserva de esclavos de los traficantes musulmanes.

La primera guerra duró 17 años, de 1955 a 1972, y segó la vida de 700.000 personas, la mayoría del sur. En este lapso de tiempo hubo dos golpes de Estado, se expulsó a los misioneros católicos y se puso en marcha una campaña de islamización y arabización del sur. La segunda guerra duró dos años, de 1983 a 1985, y surgió después de un alzamiento debido al subdesarrollo y abandono de la región sureña de Bahr el Ghazal, tan tristemente famosa por los miles de esqueletos vivientes que ofrece al mundo. En este periodo se creó el primer gran grupo armado (SPLA), que con los años se irá dividiendo y enfrentando entre sí, añadiendo terror y muerte a la guerra ya anterior, protagonizada por el choque entre el Gobierno y las comunidades del sur.

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Ya en esta época, la sequía y las epidemias produjeron desplazamientos de centenares de miles de personas hacia los alrededores de la capital. Después, entre 1985 y 1988, el hambre se llevó por delante a otros centenares de miles de muertos, y los Gobiernos empezaron a manipular sin disimulo la ayuda que ofrecía la sociedad internacional, que, en primera instancia, ha servido para alimentar a los soldados, fueran del Gobierno o de las guerrillas opositoras.

A partir de 1989, con el triunfo de la junta militar y de los islamistas fundamentalistas, Sudán vive nuevos episodios de terror al juntarse las periódicas sequías con la multiplicación de actores en lucha, al ir surgiendo nuevas milicias tribales fieles al Gobierno y que actúan contra la población dinka, nuer y otras, en el más puro estilo genocida y de limpieza étnica.

En aquellos momentos, y hasta que estalló la guerra del Golfo, EE UU y la CIA apoyaron al Gobierno islamista sudanés, en un esquema anticomunista propio de la guerra fría, y en un contexto donde influían los acontecimientos de Afganistán. En 1991, con la caída del régimen comunista etíope, Sudán deja de interesar geopolíticamente a EE UU, y los refugiados en aquel país se ven obligados a retornar, siendo bombardeados en diversas ocasiones. Los desplazamientos forzados y las despoblaciones se multiplican, así como el secuestro de miles de niños y el saqueo de trenes con ayuda humanitaria, que llegan vacíos a destino. La cronología de la última década de Sudán es la de un constante ir y venir de centenares de miles de personas, huyendo de todo tipo de guerreros y sin que la ONU dijera apenas nada (la primera resolución del Consejo de Seguridad data de 1966).

En Sudán, por tanto, hay hambre porque hay guerra, y hay guerra porque se ha alentado y manipulado la lucha interétnica, incluida la de algunos de los grupos más importantes (dinkas y nuers), que se han ido identificando progresivamente con grupos políticos y militares, ahora terriblemente enfrentados en un conflicto de gran complejidad, pero donde las víctimas son los civiles, que, además de padecer el terrorismo de Estado y la persecución religiosa, han de sufrir multitud de abusos de los grupos armados surgidos en sus propias zonas; éstos practican bombardeos indiscriminados, reclutamiento de menores, pillaje, asesinatos masivos y desplazamientos forzados, de entre una larguísima lista de barbaridades muy bien documentadas por las organizaciones humanitarias, víctimas también de la situación.

Sudán no se librará de este horror con colectas masivas de dinero, ni tan sólo con alimentos, por necesarios que sean. Y mucho menos con ataques aéreos norteamericanos a determinadas instalaciones industriales. Lo que urge, ahora como hace una década, es una inmensa presión para que el Gobierno sudanés y las numerosas fuerzas disidentes negocien un alto el fuego, respeten normas mínimas del derecho humanitario y dejen de masacrar a la población civil. Sólo así podrá hablarse luego de cómo reconciliar a unas sociedades tan enfrentadas y divididas, cómo construir un país que es rico en petróleo, pero que ha quedado destruido por tantos años de conflicto, y cómo responder en términos políticos a las legítimas aspiraciones del sur. Si el empeño no va por ahí y la denuncia es sustituida por la caridad o la compasión, es completamente seguro que el próximo verano volverá a repetirse un drama que debería haber finalizado hace ya mucho tiempo.

Vicenç Fisas es titular de la Cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos de la UAB.

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