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El culebrón americano

El comentario de Chou En-Lai sobre la Revolución Francesa en el sentido de que todavía era demasiado pronto para saber si tuvo éxito sin duda es válido para el último episodio de nuestro culebrón nacional, la investigación sobre las fechorías presidenciales. No está claro cómo acabará. El discurso de Clinton a la nación ha confirmado, y puede que acentuado, las divisiones. Al igual que antes, una tercera parte de la opinión pública quiere que abandone el cargo enseguida. Las otras dos terceras partes, impulsadas por los motivos más diversos y hasta contradictorios, no quiere oír nada más sobre el asunto. No es probable que ninguno de los dos grupos vea cumplido su deseo. Parece seguro que no va a ser acusado de perjurio sobre sus relaciones con Lewinsky. Su testimonio bajo juramento se consideró improcedente en el caso de Jones, y el propio caso fue desestimado por el juez. Clinton ha negado que intentara influir sobre el testimonio en ese caso y ante el jurado de Starr. Si está diciendo la verdad (tratándose de él, una cuestión a menudo un tanto dudosa), no hay razones para un impeachment por parte del Congreso. Hay, claro está, problemas de financiación ilegal para la campaña electoral, pero éstos no entran por el momento dentro de las competencias del fiscal especial. En cuanto a los cargos originales y absolutamente confusos de infracciones durante una transacción de tierras en Arkansas, muchos años antes de que los Clinton fueran a Washington, parecen haber sido ampliamente olvidados. Sin embargo, las cuestiones legales son secundarias. Desde el principio, la investigación de Starr ha sido totalmente política. Los republicanos en el Congreso y en el Senado disfrutan con la enorme vergüenza que está pasando el presidente y con la disminución de su autoridad. No están muy dispuestos a intentar destituirle antes de las elecciones de noviembre (en las que se renovará todo el Congreso y una tercera parte del Senado). Si los demócratas son capaces de recuperar la mayoría en el Congreso que perdieron en 1994 y que no pudieron reconquistar en 1996, el caso será enterrado. Si ganan los republicanos, proseguirán la guerra de guerrillas legal y política contra el presidente hasta que finalice su mandato en enero del 2001.

Una de las paradojas del caso es que Clinton ha tenido que acercarse más a la izquierda del Partido Demócrata: los negros, los congresistas y alcaldes de las grandes ciudades, los movimientos de mujeres, los sindicatos, los fragmentos que quedan de la intelectualidad crítica; todos aquellos cuya enemistad totalmente justificada se ganó hace unos años con su capitulación ante los republicanos. "Se ha acabado la era de los Gobiernos grandes", declaró en aquella época. Desde entonces, ha estado dando marcha atrás: la izquierda del partido ha sido su defensor más eficaz.

Lo que hemos visto ha sido un matrimonio no de amour, sino de raison. El ataque republicano a la presidencia es, de hecho, un intento sistemático de reducir los poderes de la única institución nacional que puede poner coto a la omnipotencia del capital. Aunque se vea sometido a las severas limitaciones que impone el tener que trabajar con mayorías enfrentadas en las dos cámaras, el presidente de Estados Unidos tiene un poder enorme. Por encima de todo, en una sociedad fragmentada cuya inteligencia se ve sistemáticamente mermada por los medios de comunicación, el presidente puede desarrollar sin la ayuda de nadie una contrapedagogía. Eso es lo que hicieron los dos Roosevelt y Lyndon Johnson, los presidentes reformadores de este siglo. Al combinar un ataque contra la persona del presidente con un programa legal para restringir los poderes del Gobierno federal, los republicanos pretenden hacer imposible un New Deal futuro o un proyecto de Gran Sociedad. Sin duda, la ambigüedad y cobardía políticas de Clinton, así como su absoluta falta de responsabilidad personal, les han facilitado el trabajo. Ahora que a Clinton no le queda otro recurso que suplicar a la nación que le perdone su débil carácter y le permita volver al trabajo, el único trabajo que puede proponer es el programa de la reforma social norteamericana, que en su inmensa mayoría está aún sin realizar.

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El New Deal y la coalición demócrata que surgió a raíz de él implicó una alianza de iglesias y movimientos seglares para poner en práctica un concepto más amplio de ciudadanía norteamericana. Esos amplios segmentos de la opinión pública que quieren que se haga callar a Starr y no volver a oír hablar de la vida privada del presidente constituyen una reedición, si no una parodia, de aquel bloque anterior. Están de acuerdo en que en la política hay una esfera laica que debería mantenerse libre del absolutismo moral de las iglesias fundamentalistas. Desde su punto de vista, el presidente no es el Pontífice Máximo de una Iglesia Americana, sino el jefe ejecutivo de Norteamérica, SA. La mayoría laica, compuesta de protestantes liberales y judíos y muchos católicos, así como protestantes negros, tiene su propia versión de lo que en el luteranismo temprano era la doctrina de los dos Reinados. La minoría teocrática reúne en mayor o menor grado una sintesis de odio, hipocresía y provincianismo. Los enemigos fundamentalistas del presidente están en guerra con la Norteamérica moderna. Su ira se ve acentuada por la sospecha de que, históricamente, son perdedores. Sin embargo, es imposible negar absolutamente una afirmación del fundamentalismo. Que la nueva Norteamérica seglar carece de la energía moral de los grandes periodos de nuestro pasado. Que puede que sus ciudadanos sean tan tolerantes con los defectos de su presidente porque esperan muy poco de sus líderes y de la vida pública. Que la privatización desenfrenada (una consecuencia de la dureza de la vida para la mayoría de los norteamericanos) se ve reforzada por la fusión de la política y el espectáculo.

Escribo estas líneas a pocos kilómetros del lugar donde desembarcaron por primera vez los puritanos en Norteamérica, en Cape Cod, Massachusetts. A juzgar por la repugnancia que despierta en la opinión pública la inquisición de Starr, el puritanismo ha desaparecido. Todavía no lo ha sustituido nada sólido.

Norman Birnbaum es profesor del Centro de Derecho de la Universidad Georgetown en Washington, DC.

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