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Verano 98RETRATOS

El mago de la palabra

Cuentan que en la buhardilla madrileña de Rafael Soto Vergés conviven pacíficamente dos mundos singulares. A un lado, el despacho del escritor y crítico de arte; al otro, el laboratorio del mago, abarrotado de aparatos, naipes gigantes, pañuelos de colores, todo dispuesto en un orden estricto. La poesía es su vocación primera. "La magia es sólo una afición", comenta con modestia, tratando de disimular el verdadero significado que este arte misterioso tiene para el gaditano: una pasión que le ha hecho viajar por varios países, y le ha deparado la amistad de maestros como Pepe Carroll o Juan Tamarit. La vida se encargó de elegir para él un destino de poeta, pero no consiguió alejarle de los juegos de manos. Una y otra circunstancias se deben, en sus palabras, a su afición al mundo de los mitos, la fantasía y el subconsciente. Y puede que los surrealistas franceses tengan en ello su parte de culpa. Premio Adonais de poesía a los 20 años, la trayectoria de Soto Vergés tuvo una justa recompensa con la concesión en 1994 del premio de la crítica andaluza. "Tal vez fue mi educación burguesa la que me alejó de ser un hombre de espectáculo. Lo cierto es que prefiero que mis libros me presenten a mí, y no al contrario", comenta. A la hora de sentarse a escribir, el autor de La agorera tiene también algo de mago. Con el mismo desenfado, pero también con idéntica seriedad, mide los versos o inventa un truco en el que unos pingüinos saltan -"increíble, pero cierto"- del cubilete al bolsillo. "En la magia también funciona la retórica de la poesía", asegura, "y ambas exigen mucha técnica. Una y otra intentan invadir el misterio de la existencia". Por otro lado, Rafael Soto no duda a la hora de preferir la magia close-up, la del público cercano, a los aparatosos montajes de David Copperfield y otros ilusionistas de masas. Y así su poesía, siempre busca la pureza que otorga la palabra precisa, frente a una lírica en boga que tiende más a lo coloquial. "A la poesía no se le puede echar sifón, hay que escribirla con desgarro. Cuando uno se llena de espiritualidad, es cuando sale la magia", sentencia con una sonrisa. Ahora, Soto Vergés apura sus vacaciones en Cádiz, una ciudad con la que mantiene una relación de amor-odio. En ella transcurrió su infancia, pero le marcó el pueblo serrano de Bornos, donde pasó sus primeras vacaciones y se inició, curiosamente, en la magia. "Cádiz era una cárcel de agua. En Bornos aprendí a amar la libertad, y las visiones del campo me ayudaron mucho en mi carrera. El mar, en cambio, es demasiado absoluto, me enloquece", confiesa el poeta. Las paredes de su apartamento están llenas de pinturas y grabados, "regalos de amigos", dice. Amigos como Fernández Arroyo, Juan Barjola, Mario Cerón, José Caballero o Rafael Alberti, cultivados a lo largo de más de 30 años de estudio de las artes plásticas. En público, Soto Vergés suele resistirse a desplegar sus habilidades. Se disculpa por no tener a mano buen material para hacer trucos, pero cuando se halla entre amigos nunca renuncia a ofrecer un breve espectáculo en el que adivina cartas o ejecuta sorprendentes juegos con monedas de plata. Y entre los cantos a la naturaleza y los prodigios del misterio, deja a un lado por un momento su natural moderación y se atreve incluso a hacer un vaticinio: "No sé que va a ser de la poesía. Pero estoy seguro de que se van a ir al carajo todos los que están viviendo de Cavafis".

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