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Tribuna
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Efecto 2000

El apocalipsis que se nos viene encima no empezará con estruendo de clarines guerreros y desparrame de pirotecnias galácticas, será una catástrofe sorda que anunciarán con sincopados pitidos los ordenadores antes de enloquecer devastados por el chip del Anticristo, semilla del diablo que se gesta inexorablemente en sus entrañas de plástico y metal. El efecto 2000 es un artefacto de relojería, una bomba de tiempo que invertirá el sentido de la marcha y nos hará retroceder un siglo en un instante. Cuando las máquinas inteligentes se vuelvan tontas y pierdan la memoria, se habrá consumado la Gran Paradoja de estos tiempos en los que la paradoja, excepcional por definición, es el pan de todos los días. Pero la excepción no confirma la regla, la niega, y cada nueva paradoja va sumando su granito de arena al caos del que surge y en el que concluye cualquier orden. El caos y la paradoja están de moda entre los físicos, los filósofos, los creativos publicitarios y los diseñadores de moda. La lógica y lo analógico están desfasados en este final del sigloXX.

La paradoja del efecto 2000 es la de una tecnología futurista que desemboca en el pasado, eso sí, a una velocidad récord, cien años en una milésima de segundo. Es posible que el día 1 de enero del año 2000 las máquinas más inteligentes opten por el suicidio conscientes de lo que les espera, un equivalente cibernético del mal de Alzheimer. Ese día, los ordenadores saludarán a sus usuarios deseándoles un feliz y próspero año 1900, un año en el que ellos no deberían existir. Desbordados ante su irresoluble dilema ontológico, los cerebros electrónicos, faltos de referencias y liberados de sus responsabilidades, se convertirán en los cuatro jinetes virtuales del apocalipsis informático.

Alertado por los medios de comunicación sobre las terribles secuelas del día después, mis sueños nocturnos albergan últimamente extravagantes visiones, dramáticas y esperpénticas alucinaciones, en las que a menudo aparece, como fantasmal mentor y cualificado guía, Juan José Millás, profeta visionario que, semana a semana, en las páginas de este periódico, esboza la crónica de sus pesadillas disfrazadas de apólogos, fábulas y parábolas. Me pareció verle a mi lado, en un sueño reciente, en medio de una multitud cercada, emparedada entre los poderosos muros de cristal de un edificio inteligente en la zona de Azca, orgullosa torre blindada, emblema y paradigma de la arquitectura de vanguardia. No sé qué hacíamos allí, entre tanta gente, en una fecha tradicionalmente festiva en el calendario, aunque quizá en el futuro nadie celebre el año nuevo, porque todos sean conscientes de que no hay nada que celebrar, de que cada hoja caída del calendario es un paso más en el inexorable tránsito hacia el apocalipsis y la nada. Apocalipsis es sinónimo de revelación, y los profetas como Millás, a quienes les ha sido revelado en sueños el gran secreto, tratan de advertirnos, mediante sus fábulas virtuales, para que estemos prevenidos y no nos pase lo que nos pasó a los dos y a un centenar más de seres anónimos, en mi delirio onírico de la torre cercada. Dantesca y grotesca alucinación, extremadamente realista, en la que los más sofisticados cerebros electrónicos, perturbados por el deletéreo virus del segundo milenio, se rebelaban, desobedecían y empezaban a comportarse caprichosamente.

Así ocurría en mi espantosa pesadilla, yo estaba en la última planta de la torre inteligente cuando sobrevenía el anunciado cataclismo que en unos momentos convertiría a sus ocupantes en rehenes, cautivos de impredecibles ascensores, bloqueados por puertas que se negaban a abrirse, prisioneros de implacables mecanismos de seguridad que habían invertido sus prioridades y en vez de no dejar entrar a los intrusos se obstinaban en no dejar salir a los reclusos. Los teléfonos inteligentes, imprescindibles prótesis, enmudecían o desbarraban, los ordenadores hablaban en un idioma ininteligible y los televisores zapeaban por su cuenta en el más heteróclito e indescifrable collage. El aire acondicionado inteligente puso la guinda con repentinos y furiosos cambios de temperatura y el mecanismo de prevención de incendios disparó sus aspersores y remojó a placer a los sufridos sitiados.

A través de una ventana hermética y electrónicamente cerrada se veía la Castellana. Era una visión tranquilizadora y reconfortante, aunque los semáforos, inoculados por el efecto, guiñaban enloquecidamente, los niveles de caos circulatorio se mantenían en sus marcas habituales, la normalidad reinaba en las calles de la urbe.

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