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El intelectual de hoy a la luz del 98

El tema de la función y significación del intelectual es uno de esos temas recurrentes que aparecen y desaparecen según lo marcan las ondas de la actualidad. Este verano ha vuelto a aparecer al socaire de los numerosos cursos que se están celebrando con ocasión del centenario del 98, y a pesar de la mucha tinta vertida, todavía se discute si existen hoy intelectuales al estilo de la vieja estirpe. Como he dedicado muchas horas a meditar sobre la cuestión, quizá no sea inútil que haga públicas algunas de mis opiniones. Es un hecho contrastado que la figura del intelectual -si bien no el nombre- ha existido a lo largo de toda la historia occidental, aunque se la haya conocido con denominaciones muy diversas; en un libro reciente dedicado al tema se contabilizan las siguientes: sofistas, cínicos, estoicos, herejes, místicos, gnósticos, cismáticos, milenaristas, goliardos, protestantes, melancólicos, utópicos, iluminados, anarquistas, socialistas... En un sentido más preciso, cabe decir que la figura del intelectual como conciencia libre e independiente se remonta al Renacimiento, cuando aparece el "humanista", que puede vivir del apoyo de uno o varios mecenas, adquiriendo el carácter "flotante" típico del intelectual en Occidente. Esta situación se consolida con el advenimiento de la burguesía industrial, una clase social culta, curiosa e inquieta, que posee la suficiente capacidad de consumo de bienes espirituales como para dotar de la base económica necesaria al intelectual independiente que vive de su obra. No es, por eso, ninguna casualidad que una de las figuras prototípicas del intelectual occidental hayan sido los llamados philosophes de la Ilustración francesa.

El equívoco en nuestro país se ha producido en gran parte por el origen histórico de la palabra intelectual, que pone en circulación la generación del 98 -y muy especialmente Miguel de Unamuno-, tomándolo del vocablo francés con que se había designado en el país vecino a los contestatarios del affaire Dreyfus, capitaneados por Emilio Zola. Se forja así la expresión "intelectual" como vinculada a una conciencia crítica de la sociedad que busca la transformación social con ánimo moralizante; de aquí que se les haya identificado con una "conciencia moral" de carácter público, como recientemente y con toda razón se ha señalado. Quizá no esté yo de acuerdo, sin embargo, en relacionar esa conciencia con una sociedad analfabeta, aunque sí, desde luego, en un estadio primario de su desarrollo. De eso eran conscientes los propios protagonistas, como veremos a continuación. Miguel de Unamuno lo había ya dicho en 1911, al morir Joaquín Costa, elogiando lo que él llama el poligrafismo de éste, porque "el estado cultural de la patria no consiente todavía el especialismo", pero mucho antes, en 1900, ya había dicho que "aborrezco el especialismo" (en primera persona). En 1907 vuelve a repetir que, como catedrático de griego, no quiere hacer helenistas, sino ciudadanos con espíritu crítico, porque -dice- "especialistas en helenismo, eruditos en puntos de lengua o literatura griega, están mucho mejor que aquí en países donde hay un público capaz de gustar directamente la miel de las abejas áticas o jónicas". Pero es en un artículo de 1905 donde se expresa con más contundencia y claridad; se subleva contra un colega que, tras haber ganado la cátedra de griego en la Universidad de Salamanca, quiere encauzarle a los estudios helenísticos, y le espeta: "Yo, que sabía muy bien que no es de helenistas de lo que España necesita, no le he hecho ningún caso... En un país hecho, en que cada uno está en su puesto y la máquina social marcha a compás y en toda regla, puede un ciudadano dedicarse a esas curiosas investigaciones; pero aquí hay demasiada gente que se dedica al tresillo, para que los que sentimos ansia de renovación espiritual vayamos a enfrascarnos en otra especie de tresillo".

En estas frases de Unamuno, que he espigado al azar de mis lecturas, encontramos la idea que el intelectual no sólo tenía él, sino toda la generación del 98; para todos ellos, esa nueva figura social era una conciencia crítica de la sociedad que se movía entre generalidades; hoy lo llamaríamos, simplemente, un generalista.

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Está, pues, fuera de lugar decir que hoy no tenemos intelectuales porque carecemos de figuras equiparables a aquéllas. La sociedad española ha cambiado, afortunadamente, y se ha hecho mucho más compleja. Los cambios y transformaciones de todo orden que ha experimentado el mundo en el siglo XX han llevado, entre otras cosas, a un gran desarrollo de las ciencias sociales, reconvirtiendo a la vieja figura del intelectual en un "experto". Un sociólogo, un economista, un historiador, un psicólogo o un antropólogo son hoy figuras reconocibles de un intelectual moderno. Hoy éste está más cerca del técnico que conoce su especialidad y maneja los métodos e instrumentos propios de ella que del pensador clásico preocupado por el sentido de la vida, la marcha del mundo o la globalidad del género humano.

Esta figura del intelectual como "experto" resulta particularmente apta para los intereses de la "industria cultural". Si ésta se caracteriza por la creación de una demanda continua basada en el aumento incesante del intercambio simbólico, los llamados ahora intelectuales son los profesionales idóneos para satisfacer dicha demanda. Su carácter de científicos sociales les da los conocimientos pertinentes y la disposición psicológica precisa para cumplir la función exigida por los nuevos mercados de la "industria cultural". La única diferencia es que ahora no crean espontáneamente sus productos, basándose en la inspiración o en su propio genio, sino que satisfacen lo que se les pide, y en ese sentido son servidores del sistema. De hecho, contra lo que decía el viejo eslogan -"escribir es llorar"-, hoy en España se puede vivir de la pluma, con una sola condición: renunciar a la autonomía de la propia creación, a la obra original que uno haría si no estuviese mediatizado por las revistas culturales, los programas de radio, la prensa del corazón, las series de televisión, los cursos de verano, etcétera. Mientras se esté dispuesto a renunciar a la propia creación para atender los pedidos y demandas provenientes de los mass media, no habrá problemas de supervivencia económica. Al contrario, tendremos la satisfacción de estar bien integrados en el sistema.

Es obvio que los que hemos llamado "expertos" van a cumplir una función intelectual que, en realidad, tiene muy poco que ver con la que tradicionalmente ha realizado el llamado intelectual por antonomasia, ya que para éste el espíritu crítico es irrenunciable. Así ocurre que un intelectual convertido en instrumento del mercado deja de ser tal. Desde este punto de vista, tiene que haber en el futuro otro tipo de intelectuales que cumplan con su función crítica de agentes sociales, independientes de los intereses privados, y que recojan la tradición occidental que les vincula a los intereses globales de la sociedad y, ahora más que nunca, de la humanidad en cuanto sujeto histórico, ya que éste es, en definitiva, el destino de la globalización. En este nivel, el intelectual aparece siempre ligado a un "espacio público" que debemos preservar a toda costa, y el que se les llame intelectuales o no debe importarnos muy poco.

José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid.

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