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Un verano sin remedio

JULIO A. MÁÑEZ Acarrear libros desde el salón hasta el cuarto de trabajo parece cosa de poca monta -en un par de tardes esto queda listo, se anima uno a sí mismo al comenzar el traslado-, cuando en realidad supone internarse en una especie de azaroso túnel del tiempo del que rara vez se sale bien parado. Las estanterías soportan billones de palabras, pero tienen el buen sentido de permanecer en silencio, no se resisten a abandonar el sitio que se les asignó en otro tiempo, por más que dejen su huella en una pared que nunca más será la misma, y , en general, agradecen el roce de una bayeta húmeda sobre el costillar de sus baldas. Pero con los libros nunca se sabe por dónde te van a salir, y hasta hay algunos que sería conveniente no volver a mirarlos a la cara. El primer traspiés ocurre cuando resulta imposible abarcar una hilera completa para transportarlos y se hace necesario el corte. Al azar, naturalmente. Pero a veces es un azar que inquieta por la irrupción de su sentido. Al desbaratar la línea, cae uno de los libros con la cubierta hacia arriba y aparece la portada del trabajo de Freud sobre la psicopatología de la vida cotidiana, con su dibujo del dedo del que pende un hilo anudado. De su interior sobresale una de esas cintillas marcapáginas que pertenece, sin duda, a uno de los tomos de las severas ediciones de Aguilar, así que no queda más remedio que dejar los libros en el suelo, indagar en otra estantería, descubrir que la cintilla se escapó de las obras completas de Shakespeare, intentar devolverla a su sitio, de donde sale uno de esos pececillos de plata que tiene allí su nido y que abandona a su familia para refugiarse entre las páginas de una voluminosa biografía de Warhol que, al ser sacudida, deja caer una pequeña foto de bordes dentados y color sepia donde todavía puede verse una playa, quizá la de Cullera, y, apoyados en los restos de una barca, dos figuras borrosas en bañador que se parecen mucho a unos jóvenes amigos de otro tiempo que en nada se parecen ya a sí mismos. Al igual que cuando se llama a una casa conocida se reproduce mentalmente el recorrido del destinatario mientras se escuchan los timbrazos del teléfono, resulta imposible mirar los lomos de los libros sin que te asalte la imagen más común del autor, esa que por lo general se reproduce de archivo o con motivo de alguna celebración, y entonces parece inevitable recordar otras ocasiones donde el escritor quedó también inmortalizado para siempre acaso a su pesar. Un juvenil García Lorca, sonriente todavía, del bracete de Cernuda y Aleixandre, un Sartre en la plenitud de su vida que charla con Simone en un café, Blasco Ibáñez y su jeta de tribuno valenciano en una calle del Cabañal, Juan Benet en Praga agarrado a una farola con una botella en la mano, Faulkner ataviado para montar junto a un caballo sin que sea posible discernir si ha concluído el trote o se dispone a iniciarlo después de la instantánea. Es difícil leer una sola línea de los libros que se aman sin tener presente la imagen del autor y su disposición al escribir la frase que precisamente ahora se desliza ante los ojos con la rapidez con que se miran las cosas una vez que han concluído, pero resulta siempre personal e inabarcable el criterio de orden que habrá de juntarlos en el estante sin que lleguen a sentirse incómodos ante una vecindad tal vez indeseada.

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