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Mobiliario urbano

Alguna que otra vez he criticado a los arquitectos porque a veces son capaces de hacernos la vida incómoda con tal de conseguir un proyecto original, pero la verdad es que no sólo tienen ideas, sino que además observan la ciudad desde una sensibilidad particular que les permite percibir aciertos y desatinos que a muchos, menos diestros en esos menesteres, nos pasan desapercibidos. No me refiero ya a exquisitices estéticas sino a molestias que apenas advertimos y que afectan a nuestro vivir cotidiano. Por ejemplo: a poca gente se le ocurre pensar en eso que se llama mobiliario urbano como un posible problema; tan acostumbrados estamos a verlo, soportarlo o esquivarlo con el carrito de la compra, que sólo nos preocupamos por su utilidad, sin tener en cuenta su adecuación al lugar. Yo he vivido varios años en una casa a cuya esquina llegaba un manojo de cables gordos y negros de no me acuerdo donde y se marchaban, de nuevo en diagonal, hacia otra casa. Recién llegada llamé varias veces a la Compañía Telefónica para que buscara otra solución menos agresiva, pero al cabo del tiempo lo dejé por imposible, procuré dirigir la buganvilla hacia arriba para que lo disimulara lo más posible, me acostumbré y lo olvidé. Un arquitecto, en cambio, no olvida nunca esas cosas. El martes pasado salí de tapas con dos amigas, una de ellas arquitecta, y lo pude comprobar. Como los meteorólogos habían pronosticado mucho calor hasta el jueves, pensamos en un local con aire acondicionado, pero al recibir la reconfortante sorpresa de un soplo de aire fresco en la cara decidimos sentarnos en un velador en la calle Felipe II, esquina Valparaíso. Suponemos que ya conocemos nuestra ciudad y solemos limitarnos a mirar la mesa y a nuestros acompañantes, pero mi amiga arquitecta debió extender la mirada más lejos porque a los pocos minutos comentó que aquel lugar podría ser muy agradable si no estuviera rodeado de tanto disparate. "¿Cómo qué?", le pregunté. En ese momento estaba viendo, a tres o cuatro metros a nuestra izquierda, dos contenedores de basura rebosando con las bocas abiertas, pero sabía que ella vería mucho más: en la acera de enfrente guiñaban varios letreros luminosos, unos cables tipo Telefónica cruzaban la fachada de la casa de al lado como una cicatriz, a la derecha un teléfono público, una farola, un árbol, un kiosco de color de hojalata y, dos pasos más atrás, otro verde, todo en medio de la acera. Aún quedaban las papeleras y un contenedor de vidrio. Visto así, la verdad es que aquel entorno dejaba bastante que desear, pero solemos hacer nuestro ese tópico de que fuera del barrio de Santa Cruz todo es permisible y no se nos ocurre pensar que todos esos objetos tan inútiles puedan ser también chismes que entorpecen y contaminan la estética de nuestras calles. ¿Y qué solución tiene? La contestación de mi amiga es tan cierta como general y difícil de llevar a cabo: se trata de pensarlo todo como una unidad desde el principio y no poco a poco, objeto a objeto y esquina a esquina, o sea, sin improvisar. Es como un sueño.

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