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Reportaje:OASIS DE AGOSTO

Selva ferroviaria y balneario de tortugas

Nada más asomar la punta de la nariz en el vestíbulo de la estación de Atocha se nota una rara humedad para el agosto madrileño, un confortable olorcillo a tierra mojada y el runrún de los vaporizadores que mantienen fresco el jardín tropical que recibe a los viajeros del AVE. Aquí se intenta mantener una temperatura máxima media de 24 a 28 grados y una mínima entre 16 y 20, aunque en verano hay que esforzarse para no rebasar los 30, y en invierno, para que el termómetro no baje de 14, con una humedad relativa constante durante todo el año de un 60%. Así que con este clima controlado por ordenadores, este oasis para viajeros del ferrocarril atrae también a acalorados vecinos de la zona, como Irene, de 17 años, que aún está en segundo de BUP, pero ya lee a Bakunin, uno de los padres del anarquismo, bajo una enorme palmera: "En mi casa no se puede estar con este calor". Unos 37 grados en la calle. No todos los clientes de esta jungla tienen gustos literarios tan enjundiosos como Irene. La mayoría se limita a repasar el periódico o se contenta con la última novela de Stephen King.

Ella se pasa algunas tardes en este jardín, pero hasta hoy no había pegado la hebra con Alberto, un habitual de 34 años. Contesta que se dedica "a pobre" y a "perro callejero" desde que dejó su trabajo, precisamente en Renfe, pero el hambre que dice sufrir no le quita las ganas de bromear con el color del pelo de Irene: "Se le ha puesto verde porque le dio un susto una planta".

Sus mañanas, tardes y noches transcurren entre las 450 exóticas especies vegetales del jardín: cacao, cafetos, árboles del pan, árboles del viajero... Admira su belleza, pero no sabe sus nombres. Las conoce "sólo sentimentalmente". "Hay muchas pochas, pero los cuidadores no me hacen ni caso", se queja.

También Francisco Fernández, de 64 años, que emigró a Francia hace ya casi cuatro décadas, vive una relación afectiva con esta jungla bajo techo. Le gusta sentarse aquí a esperar el tren cuando visita Madrid y recordar que a esta zona de la estación de Atocha llegaban antes los trenes hasta que en 1992 se estrenó la terminal del AVE (el proyecto de la remodelación corrió a cargo del arquitecto Rafael Moneo) y comenzó la aún inacabada tarea de convertir la centenaria marquesina, catalogada como edificio histórico, en el cobijo de esta miniselva, que costó en su día 705 millones de pesetas.

Además de los 10.000 humanos que, según Miguel Agulló, el asesor técnico de la empresa que conserva el jardín de Atocha, pasan diariamente por allí, en el estanque veranean unas 40 tortugas de acuario que sus dueños abandonan durante las vacaciones. No lo deben de pasar mal ni echar mucho de menos a sus mentores, a juzgar por las siestas que disimuladamente se marcan con el cuerpo a remojo y la cabeza tiesa fuera del agua como en una escena de balneario decimonónico. En septiembre, algunos de los indiferentes propietarios vuelven para recoger a su tortuga. O cualquier otra de tamaño parecido, qué se le va a hacer.

Comenta Agulló que recientemente se han sumado a la fauna de Atocha unos 4.000 insectos para mantener a raya las plagas sin necesidad de recurrir a la química. Un ejemplo: unas mariquitas devoran hasta la última cochinilla algodonosa y cuando no queda ni una se autoeliminan comiéndose las unas a las otras. Agulló, que asegura que esta selva ferroviaria es única en el mundo por su tamaño y altura, tampoco puede evitar sentirse emotivamente unido al mundo vegetal de Atocha. Tanto que confiesa que algún compañero se ha llevado el índice en bucle a la sien al oírle narrar sus extraordinarias relaciones con sus verdes amigas. "Las plantas me hablan", confiesa. "Y se chivan cada semana de lo que ha sucedido: si ha habido corrientes de aire aparecen hojas quemadas", razona. Además de las relativas inclemencias que pueden sufrir por errores humanos o informáticos, los habitantes vegetales del jardín de Atocha aguantan la recogida de esquejes de alguna señora encaprichada de unas hojas exuberantes o las ocasionales fiestas de algún grupo de indigentes.

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