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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Corrompiendo al presidente

Mario Vargas Llosa

He oído y leído tantos chistes y ocurrencias sobre los enredos sexuales del presidente Clinton -bautizados por una periodista como el pitogate-, que me cuesta distinguir los hechos de las fantasías. Por ejemplo, hasta ayer creía una delirante invención que el inquilino de la Casa Blanca hubiese sostenido, en serio, que sólo cuando hay penetración hay adulterio, razón por la cual él habría preferido, en sus descarríos, lo que Gide llamaba "los escarceos anodinos" -el sexo manual u oral- a la ortodoxa cópula. Pero, por The Herald Tribune, me entero que se trata de una verdad como un templo y que los abogados de Clinton -David Kendall, Nicole Seligman y Michel Kantor- se disponen a esgrimir esta teoría clintoniana sobre el adulterio para defender al presidente contra la acusación de perjurio, por haber negado ante la Justicia haber tenido relaciones sexuales con Monica Lewinsky. En efecto, de acuerdo a esta filosofía moral, al no haber visitado bíblicamente a la exbecaria, el presidente dijo una estrictísima verdad: las felaciones no se califican como sexo y llegan, cuando más, a la categoría de aerobics o calentamiento muscular.

Bromas aparte, hay algunas interesantes comprobaciones que hacer respecto del barroco culebrón de la Casa Blanca. La primera es de índole marxiana y ratifica la tesis del ilustre profeta según la cual la moral es una superestructura condicionada por la realidad económica: el 65% de los ciudadanos estadounidenses, felices con el estado esplendoroso de la economía, están dispuestos a olvidar los pecadillos presidenciales y rechazan con vigor el empeño de ciertos jueces y congresistas en abrir un proceso que podría desembocar en la destitución del mandatario.

Otra, es que el movimiento feminista norteamericano es más progresista que feminista, o, dicho de otro modo, administra sus úcases, campañas, fulminaciones y defensas, no tanto en función de los intereses de la mujer cuanto de la "causa progresista". En tanto que, hace seis años, cuando el famoso escándalo de Anita Hill -que habría sido víctima de acoso sexual por parte de su jefe, Clarence Thomas, aspirante a miembro de la Corte Suprema-, se movilizó en bloque y con formidable beligerancia en su defensa, ahora, con escasas excepciones, se ha movilizado más bien en defensa del presidente Clinton y abundado en razones para apuntalar la tesis de Hillary Clinton según la cual todo lo que le ocurre a su maltratado esposo es "una conspiración de la extrema derecha y del ultrafanatismo religioso". Una de las mayúsculas sorpresas que nos ha deparado este asunto ha sido descubrir que, entre las peores descalificaciones que han merecido Monica Lewinsky, Paula Jones, Jennifer Flowers, Kathleen Willey y demás reales o supuestas "acosadas" por Clinton, figuran las de feministas tan prestigiosas como Betty Friedan, Gloria Steinem y Susan Faludi.

Está claro, pues, que, en materia de acoso sexual, ser un conservador, como el juez Thomas, es un agravante, y ser un progre, como Clinton, un atenuante e incluso un eximente de la presunta falta. Pido a mis lectores que, en un pequeño esfuerzo imaginativo, reemplacen al actual presidente estadounidense con Ronald Reagan y fantaseen lo que hubiera ocurrido, en Estados Unidos y el resto del mundo, si éste hubiera sido acusado, durante su gestión, de haber asaltado en el Oval Office a la atribulada señora Kathleen Willey, viuda de un colaborador político suicidado ese mismo día y que le iba a pedir trabajo, acariciándola y obligándole a cogerle la bragueta. Hasta la Luna y las estrellas más remotas hubieran llegado los aullidos frenéticos de reprobación de los enfurecidos valedores de la viuda vejada. Y qué sesudos análisis nos hubieran infligido los intelectuales biempensantes, explicándonos que está dentro de la lógica de las cosas que un defensor del mercado libre y del capitalismo sea inevitablemente un falócrata aquejado de satiriasis crónica, además de pedófilo y sádico. A la acariñada Kathleen Willey, en cambio, le han llovido las condenas y lo menos que se le ha dicho es que es una malagradecida, pues ¿no obtuvo acaso el puesto que pedía? ¿Tanto aspaviento por haber sido distinguida con un cariñoso manoseo presidencial? ¡Estamos entrando en el tercer milenio, mujer!

La mayoría de comentaristas europeos y latinoamericanos que han opinado sobre "el escándalo Lewinsky" han aprovechado para descargar unos cuantos mandobles contra la "hipocresía" del sistema político norteamericano, diseñado por puritanos, que finge exigir de sus dirigentes una estrictísima, inflexible conducta, sabiendo perfectamente que en la práctica ninguno de ellos la respeta, porque aquel patrón de comportamiento es simplemente irreal, irrespetable. ¿No es mil veces superior -es decir, más honesto y más práctico- el sistema europeo, que diferencia nítidamente la esfera privada de la pública, y no se entromete en las intimidades sexuales de los políticos, cuya privacidad se respeta? ¿A quién le importa lo que haga un congresista, ministro o premier bajo o sobre las sábanas, en los pasillos o en los baños, si lo hace con adultos que consienten de buena gana ese quehacer? No ha faltado quien señalara, como un ejemplo a seguir, la civilizada discreción con que periodistas y opositores franceses respetaron al fallecido presidente Mitterrand, que cohabitaba en el palacio del Elysée con su esposa y con su amante sin que nadie viniera a fregarle la paciencia con lecciones de moral.

Aunque yo estoy a favor de que se respete la vida privada de la gente, desde luego, no comparto esa desdeñosa recusación del "sistema estadounidense" como ingenuo y ridículo. Quienes lo ningunean con tanta jactancia se quedan en la superficie y no advierten que, bajo las manifestaciones cómicas o grotescas a que puede dar lugar, como es el caso del "escándalo Lewinsky", esa vigilancia ilimitada, feroz, que escudriña incluso los más secretos rincones de la conducta de quien detenta un cargo público, en verdad refleja una desconfianza profunda hacia el poder y una voluntad férrea de impedir que quien lo ocupa abuse de él o se eternice ejerciéndolo.

No es puritanismo religioso, sino iconoclasia cívica, lo que determina ese escrutinio permanente y abrumador a que

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son sometidos los dirigentes políticos en Estados Unidos: una manera de recordarles a diario que son seres de carne y hueso y que no les está permitido convertirse en estatuas ni creerse semidioses, aunque tengan mucho éxito en su gestión y los votos los hayan llevado a la presidencia del país más poderoso del mundo. Esa tradición la heredó Estados Unidos de Inglaterra, el país que premió a Winston Churchill -lo más parecido que ha tenido en su historia a "un hombre fuerte"-, que la había llevado a resistir a Hitler y a ganar una guerra que parecía perdida -con una ignominiosa derrota en las urnas. Gracias a esa saludable costumbre, de entraña profundamente democrática, Estados Unidos no ha tenido en su historia un solo dictador, ni un caudillo, ni un hombre fuerte, ni siquiera esos "líderes democráticos" a la manera de un De Gaulle, que, aunque guardan las formas institucionales, son endiosados de tal modo que su poderío debilita profundamente la cultura democrática de un país y lo lleva a las orillas del autoritarismo. Hay quienes piensan, de buena fe, que el hecho de que un país entero quede poco menos que paralizado por una idiotez pintoresca como la mancha de semen en la pollera de Mónica Lewinsky y el manoseo chismográfico a que con este motivo es sometido el presidente, revela una debilidad neurálgica del sistema, una falla que podría a la larga provocar su desplome.

En verdad, ocurre exactamente lo contrario. En Estados Unidos, los presidentes -y los políticos en general- son más débiles y vulnerables que en otras partes; pero, gracias a ello mismo, su sistema es más seguro y más sólido que en otras democracias. No depende, en lo fundamental, de quienes lo administran, aunque, por supuesto, algunos dirigentes cumplan mejor y otros peor con las funciones que se les confían. Pero todos ellos son prescindibles y ésa es la gran lección que, de manera consciente o inconsciente, saca la sociedad norteamericana de las crisis periódicas que remecen a la clase política. La libertad de los políticos que acceden al poder ha sido recortada para que el conjunto de la sociedad -cada uno de los ciudadanos- sea más libre. Es gracias a ello, y no al revés, que Estados Unidos ha llegado a ser lo que es y, en consecuencia, a despertar tanta rencorosa envidia en el resto del mundo.

©Mario Vargas Llosa, 1998. ©Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA.

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