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Una rana en un agua demasiado caliente

Pilar Bonet

Con los últimos créditos internacionales concedidos a Rusia, el presidente Borís Yeltsin está comprando un poco de tiempo para seguir usufructuando el poder, pero no puede resolver la grave y compleja crisis que afecta a su país cuando están a punto de cumplirse siete años desde el intento de golpe de Estado que precipitó el fin de la URSS en 1991.El miedo a una potencia nuclear caótica e inestable, tal vez dirigida por fuerzas nacionalistas antioccidentales (y no la esperanza de una Rusia democrática y occidentalizada), continúa siendo (como en tiempos de Mijaíl Gorbachov) el argumento más poderoso para convencer a las instituciones internacionales de que extiendan generosos cheques a Moscú.

Sin embargo, para contener ("remontar" suena hoy demasiado optimista) la crisis política, económica y social en la que se halla sumida Rusia, Yeltsin necesita de un capital que no se obtiene en los bancos: la credibilidad ante sus propios ciudadanos. El hombre enfermo y senil que dirige los destinos de Rusia amparado en una Constitución cortada a su medida ha agotado la reserva de confianza que sus conciudadanos tan generosamente le otorgaran en 1991, cuando le eligieron por primera vez, y en 1996, cuando renovaron su apuesta. Con Yeltsin y el viciado sistema de relaciones que éste ha fomentado a su alrededor como punto de referencia, ningún Gobierno ruso, el de Serguéi Kiriyenko incluido, puede resolver el problema fundamental del país: la crisis de confianza de la sociedad en el poder político.

El Ejecutivo ruso tal vez tiene algunas ideas sobre cómo incrementar la recaudación fiscal, pero carece de argumentos a la hora de explicar a los ciudadanos por qué y para qué deben apretarse más el cinturón y aceptar que los sueldos y las pensiones se paguen con retraso o no se paguen durante años, mientas una "oligarquía" económica enriquecida gracias a su complicidad con Yeltsin y su equipo sigue aferrándose a las ubres del Estado. La Administración rusa hoy ya ni siquiera intenta convencer a la sociedad de nada, a diferencia del periodo 1990-1996, cuando atribuía los reveses a los "comunistas", los enemigos de la democratización y los ignorantes, que supuestamente ponían zancadillas al progreso. El distanciamiento entre la sociedad y el poder en Rusia se percibe tanto en Moscú como en las provincias y se refleja en los análisis de la opinión pública. Lo he comprobado personalmente durante un reciente viaje a Rusia, cuya etapa central fue un seminario organizado por la Escuela de Estudios Políticos de Moscú en la ciudad de Rostov sobre el Don.

En el seminario, que reunía a políticos, periodistas y empresarios del sur de Rusia, además de expertos internacionales, Mark Urnov, el vicepresidente del Centro de Trabajo de la Reforma Económica del Gobierno de la Federación Rusa, recurría a una metáfora para evaluar el estado de la democracia en su país. La democracia rusa es, en el símil de Urnov, una rana sentada en una charca cuya temperatura se va calentando lentamente, tan lentamente que la rana acaba cociéndose sin darse cuenta. "El agua de la rana comienza a estar verdaderamente caliente", sentenciaba el analista gubernamental. Urnov atribuía el cambio de temperatura a cuatro factores, que marcan una diferencia sustancial entre 1997 y 1998. El primero es la destrucción del frágil sistema de equilibrios administrativos y políticos que convergían en el cesado Gobierno de Víktor Chernomirdin; el segundo, el efecto de la crisis del sureste asiático sobre la economía rusa; el tercero, el descenso de los precios del crudo en los mercados internacionales, y el cuarto, un cambio de percepción de la realidad que ha producido la sensación de que el país está al borde de un desmoronamiento.

Una parte de los expertos económicos cree que Rusia no podrá evitar la devaluación del rublo. En el caso de que esto suceda, Urnov dibujaba inquietantes escenarios: subida de precios, hundimiento del sistema financiero, posibles salidas masivas de los militares a la calle, nuevas oleadas de huelguistas que se sumarán a los mineros y transferencia del poder presidencial a otros órganos con mayor credibilidad que el Gobierno, como el Consejo de la Federación (la Cámara de las regiones). El remedio, si es que todavía es posible, está en la consolidación de las élites económicas y políticas en torno a un programa de salida de la crisis.

Las fórmulas que el Gobierno diseña apuntan más hacia el esquilmado final del sufrido ruso de a pie que hacia el "sacrificio de las élites" en nombre del sentido de responsabilidad por el país. Las medidas anticrisis aprobadas hasta ahora agobiarán a los más débiles con nuevas cargas (el incremento de las contribuciones al fondo de pensiones), no estimulan la producción de las empresas nacionales y se pliegan ante los caprichos de los "oligarcas", la élite económica más enquistada en el poder político. Hace poco, los "oligarcas" se declaraban dispuestos a aceptar medidas impopulares, pero protestaron airadamente cuando el presidente y el Gobierno tocaron los intereses de los exportadores de crudo.

De la degradación de las relaciones entre las instituciones del poder y la sociedad da cuenta la encuesta realizada en mayo por el Centro Ruso de Estudio de la Opinión Pública por encargo de la Escuela de Estudios Políticos de Moscú. A los ojos de los rusos, los órganos del poder hoy son menos "legales", menos justos y están más alejados de la sociedad que los del poder soviético. Un 36% de los encuestados caracterizaba al poder soviético como "cercano al pueblo" (mientras sólo un 2% aplicaba esta característica a las instituciones actuales), un 32% consideraba la "legalidad" como la principal característica del viejo sistema (mientras sólo un 12% la aplicaba al sistema actual) y un 16% creía que el viejo sistema podía caracterizarse como justo (mientras sólo un 3% valora así el sistema actual). Curiosamente, el viejo sistema salía ganando en su comparación con el nuevo incluso ante los ojos de los más jóvenes, sin apenas experiencia directa del pasado. La comparación más demoledora tenía que ver con la de delincuencia: un 63% de los encuestados considera las instituciones de poder actuales como "delictivas y corrompidas", mientras un 13% aplicaba estas características a las autoridades soviéticas.

La Administración de Borís Yeltsin tiene demasiados fantasmas en el armario para inspirar confianza. En una cadena de televisión local en Rostov sobre el Don, los organizadores de un programa en directo con varios participantes del seminario, entre ellos Urnov y esta periodista, cribaban previamente las preguntas de los jubilados que inquirían sobre el pago de sus pensiones. Sin criba, el problema de los impagos hubiera monopolizado el debate. En el transcurso del mismo, inquirí sobre la posible organización de una campaña a favor de la recaudación de impuestos que siguiera el modelo divulgativo de la campaña por la privatización de los bienes del Estado de 1992. Demasiado tarde me di cuenta de que había mencionado la soga en casa del ahorcado, ya que la privatización, que el Gobierno consideró otrora como su gran éxito, ha quedado asociada con un engaño general. Los cheques de privatización repartidos entre los ciudadanos se evaporaron mayoritariamente sin dejar rastro. Las propiedades "apetitosas" del Estado fueron repartidas después entre los "oligarcas", que son a la vez el poder político y el poder económico de Rusia.

El país no ha resuelto aún el problema fundamental de los inicios de la reforma: la complicidad de las élites políticas con un grupo de parásitos económicos con vocación de seguir siéndolo. El círculo más selecto de la élite no se ha desprendido de las ubres del Estado para actuar por cuenta propia, tal como esperaba el equipo de economistas que -con Yegor Gaidar al frente- comenzó la reforma en 1992. El presidente, que ha permitido estas complicidades y no está en condiciones de cortarlas radicalmente, no tiene la credibilidad necesaria para imponer un programa de austeridad. Ni credibilidad ni mentalidad, como lo demuestran, sin ir más lejos, los gastos de puesta a punto de varias residencias en diferentes partes del país, para que Yeltsin decidiera sobre la marcha a dónde quería ir de vacaciones.

En estas condiciones, la élite política conserva la ilusión de que sea el mismo presidente quien se haga el harakiri para restablecer la confianza en el futuro del país. El harakiri consta de dos actos. En el primero, Yeltsin debe asegurar que no se presenta de nuevo a las elecciones mediante alguna fórmula válida y documental que vaya más allá de una frase inacabada o ambigua. En el segundo, la élite y el mismo Yeltsin deben llegar a un consenso sobre el candidato a sucesor. Un amplio espectro de políticos y politólogos piensan y escriben sobre estos dos temas no resueltos. En lo que a la renuncia a una nueva candidatura se refiere, algunos confían en que sea Tatiana, la hija de Yeltsin, quien convenza a su padre de que no debe volver a competir. En lo que se refiere a la sucesión, se apuntan diversos nombres, desde el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, al ex jefe del Gobierno Víktor Chernomirdin, pasando por el general Alexandr Lébed y el líder comunista Guennadi Ziuganov, los candidatos con más bazas. Lo más llamativo del debate, sin embargo, es que, a diferencia del pasado, los nombres de los sucesores no se presentan individualmente, sino en tándem, y ése parece ser un primer elemento de consenso entre la élite política. En las ideas que se barajan en círculos analíticos próximos a la presidencia, la función del número dos no correspondería al jefe del Gobierno, como está establecido en la Constitución, sino al presidente del Consejo de la Federación, la Cámara de los barones regionales. El solo hecho de que en medios de la Administración se barajen con total naturalidad alternativas no previstas por la ley fundamental indica no sólo la debilidad del Gobierno, sino también la crisis de legitimidad y arraigo de la ley fundamental. Está todavía por ver si las ideas que se apuntan se plasmarán en un cambio constitucional y si éste se organizará de forma consensuada o, por el contrario, será el producto de una nueva conmoción política. Para el otoño, la rana de la democracia rusa tiene dos posibilidades: o cocerse en el agua caliente o evitar con mucho esfuerzo que la temperatura siga aumentando.

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Sobre la firma

Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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