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Tribuna
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Bajo mínimos

Entre los recuerdos de mis veranos infantiles en el puerto de Motril, junto a la silueta de algunos barcos de guerra, que aparecían por la bocana como un regalo milagroso, conservo la imagen de un niño tonto, un muchacho de boca abierta y ojos de pez muerto, atado con una cadena al portal de su casa. Aunque a veces intentaba acercarse a los paseantes, esgrimiendo un temible gemido de locura, lo normal era verlo inmóvil, más allá del espacio y del tiempo, instalado en el mármol ausente de su nada. Recuerdo los ojos pasmados del niño tonto, la respiración monótona de su siesta infinita, y me veo ocupando su silla con una mezcla de desesperación y de tranquilidad sin orgullo, reparadora, fatigada, definitiva. ¿Qué haces este verano? Nada, precisamente nada, porque hay veranos que no exigen un argumento, y se trata de no hacer nada, de abrir y cerrar los párpados como la boca de un pez moribundo sobre los adoquines del puerto. Cuando llega la sombra, me acomodo en el banco que hay delante de la casa veraniega, fijo las pupilas en las hojas oscuras de un naranjo, observo su tímido temblor contra la cal impasible de las fachadas, y dejo que pase el tiempo, envuelto por la exactitud deshecha de las formas y las sensaciones, flotando sobre la tarde como un ahogado, con una inexistencia vegetal y prisionera. Hay versiones optimistas de la quietud. Quien me vea así, recogido en la nada, podrá pensar que la lentitud de las piedras supone un alegato contra los relojes invernales, la velocidad de las multitudes y las oficinas, el vértigo del dinero, la realidad concebida como la prisa perpetua de los acontecimientos. El silencio se presta a lecturas generosas, porque los ámbitos del secreto ayudan a levantar frágiles castillos de palabras. Pero el pesimista que se fije en mí, podrá reconocer el vacío del que se ha quedado sin pensamiento, sin certezas, sin esos tornillos que levantan la arquitectura de una opinión, las razones del mundo, el mínimo equipaje de ilusiones y verdades que permiten discutir, seguir con los pies en tierra, en cualquier tipo de tierra, aunque sea la arena fugitiva que el mar y el viento conmueven en las playas. La experiencia de la vida suele ser degradadora e implacable, hasta convertirnos en la basura de nuestra esperanza, en el residuo pasmado de nuestro propio yo. Cada vez me identifico más con las multitudes que se sientan delante del televisor para disfrutar de la programación líquida del verano, una vuelta de tuerca en la basura, la inocencia última de la gente que se divierte ante el ridículo de sus semejantes. Somos un grupo de payasos, dispuestos a imponer el pragmatismo cruel de nuestro sentido común, y estamos cargados de razón, porque los padres de la patria hace tiempo que actúan como payasos. Empezamos soñando con transformar el mundo, con la igualdad económica y la fraternidad universal, y estamos aquí, sentados a la puerta de nuestra casa, rodeados de pateras y cadáveres, discutiendo cínicamente sobre el Estado de derecho. Este verano me devuelve a un título de Rafael Alberti: Yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos.

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