El sueño de las máquinas
Vivimos prisioneros de las máquinas, de nuestros propios engendros y, lo que es más calamitoso, de los inventos ajenos que presiden nuestros actos, los deliberados y los inconscientes. El hogar que nos cobija está mecanizado, robotizado, que viene a ser lo mismo, en una permanente y circular suplantación de actividades por artificios que ahorran bríos, pero hay que esforzarse mucho para adquirirlos. Una vez logrado, la malicia y la perversidad codiciosa de los fabricantes arrumba el modelo para lanzar otros distintos, rompiendo previamente el molde donde se manufacturan los repuestos. Eso es, al parecer, el meollo y consistencia de la vida moderna, de la que no nos podemos quejar, porque a nada conduciría.En el fondo, lo que se hace es complicar, en la medida de lo posible -horizonte que se encuentra aún muy lejano-, las cosas susceptibles de hacerse sencillamente.
Poco hay nuevo bajo el sol, lo que sobran son las innovaciones que, bajo diferentes apariencias, convergen en semejantes resultados. Tomemos la cocina, la mantenencia que el rijoso Berceo ponía por delante del placer venéreo.
Apenas han variado los sabores esenciales y los ingredientes que fundamentan el arco aparentemente amplio de la gastronomía. Varían los cacharros donde se condimentan los manjares.
Como premisa esclarecedora hay que convenir que comer bien, lo que se dice adornar y complicar la nutrición, es algo llegado recientemente al alcance de grandes sectores de la sociedad.
Hablamos de la nuestra inmediata, también llamada occidental. Los platos prefabricados, congelados previamente, enlatados, atiborrados de aditivos son el resultado visible de las profundísimas conmociones que ha experimentado nuestro mundo. Lo que pasa es que, como se trata, en muchos casos, de reducir los bienes de primera o segunda necesidad a sujeto de monopolios, se habla lo menos posible de esto. Lo aceptamos como asunto corriente, asumiendo una nueva naturaleza: la de consumidores sumisos.
En otras edades las famosas clases dominantes eran un puñado de desaprensivos, resueltamente decididos a conservar sus privilegios, librados a cualquier tipo de excesos imaginativos.
Hay descripción de banquetes romanos que pocos estómagos podrían aguantar hoy día. Claro que habían inventado el truco emético de comer y descomer sucesivamente. Perlas disueltas en vinagre, ensalada de lenguas de ruiseñor o de colibrí eran los antecedentes de las angulas que fabrican los japoneses, sabe Dios con qué especies de pescado, si es que emplean alguno. Aquello era el producto de la acumulación de riquezas y la ingeniosidad con que había que emplearlas y darles salida.
La nutrida nómina de cocineros, marmitones y ayudantes que pululaba en torno al arte cisorio está sustituida por la superlativa variedad de ingenios que, ellos solos, ocupan amplias plantas en los grandes almacenes: ollas exprés, microondas, sartenes, deslizantes, frigoríficos, aparatos para pelar patatas, batir huevos, contemporizar suflés, transformar el polvo en mayonesa, tostar el pan o granizar el champaña, sustituyen la vieja mano de obra. Hoy la mano de obra vive en pisos que tienen dos cuartos de baño y polibán, con la posibilidad de convertir en comida rápida lo que fuera empeño artesano, incluso artístico.
¿Quién se acuerda de aquella melindrosa princesa que no podía descansar sobre una cama con doce colchones, porque un deliberado garbanzo bajo el primero lesionaba su delicada epidermis?
Del jergón, la colchoneta o el almadraque se ha pasado a una teoría cibernética de pikolines inimaginables, sin mencionar las camas de agua o las de movimiento ondulatorio eléctrico, que producen una deliciosa laxitud. Recuerdo un hotel, en Ginebra, París o Barcelona donde se obtenía este servicio de relajo echando unas monedas en la ranura instalada en la mesilla de noche. De este apartado supongo que se encargan las competentes huríes en los serrallos terrenales.
Mucha gente conduce su automóvil, que nadie tiene que enjaezar, ni preparar para cada ocasión; las revisiones corren con ese cuidado. O nos movemos, gregariamente, en autobuses, trenes, aviones, ascensores, telesillas y ferrocarriles metropolitanos. A veces pienso si nosotros, los antiguos reyes de la Creación, somos otra cosa que el sueño de las máquinas que nos dominan.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.