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Erupciones minerales, vegetales y sentimentales

La Garrotxa es un territorio donde las pulsiones inscritas en las profundidades más recónditas de la tierra luchan hasta encontrar sus válvulas de escape. Los ríos de lava han emergido entre grietas de la corteza terrestre originando una de las regiones volcánicas mejor conservadas de Europa. La briosa savia que recorre los vasos turgentes de su exuberante vegetación impulsa el florecimiento de especies excepcionales en un clima mediterráneo. El naturalista aficionado puede toparse, sorteando un ridículo montecillo, con comunidades vegetales separadas habitualmente por centenares de kilómetros. Estas extraordinarias convulsiones naturales han actuado a menudo contra la acción del hombre -los terremotos han liquidado la mayoría de los monumentos anteriores al siglo XVI-, pero también han dotado a la región de otoñales parajes bucólicos amenizados por el rumor de riachuelos y fuentes. Estos mundos de postal, ideales para cimentar idilios resquebrajados, esconden multitud de musas inspiradoras que nunca dejan en la estacada a los pintores de la escuela paisajista. Gracias a sus pinturas, los parajes olotenses prestigian kilómetros de pared de las casas solariegas de la burguesía catalana. La última erupción en el territorio se remonta a 11.500 años, pero los años contados por millares no impresionan a los vulcanólogos, que continúan calificando la zona como inactiva y no como extinguida. La posibilidad de que la tierra vuelva a abrir sus bocas de fuego sigue latente. Los conos de la Garrotxa presentan alturas de hasta 180 metros y un diámetro medio de 200 metros, con uno de sus flancos hendidos por la expulsión del río de magma fundido. Estas insaciables lenguas de lava, que en algunos casos han extendido hasta 10 kilómetros su tórrido lametazo, conforman el subsuelo basáltico de la zona. El agrietamiento de estas enormes masas rocosas ha originado escarpados peñascos basálticos, como el que sirve de espectacular promontorio a Castellfollit de la Roca. La población, de paso obligado hacia Olot, merece una visita para matar el gusanillo del vértigo asomándose al precipicio volcánico, y el del hambre llenando las alforjas con excelentes embutidos y hojaldre. El volcán de Santa Margarida, entre los más atractivos de la zona volcánica, ha escapado de la erosión de las lluvias aliándose con una tupida maraña de raíces. Su cráter, antaño burbujeante de magma incandescente, es ahora un prado de exultante esplendor sobre la hierba donde se levanta la pequeña ermita románica que le da nombre. Una iglesia que, como tantos otros monumentos de la zona, debió ser reconstruida después de los terremotos del siglo XV. En su altar, como en remotas iglesias de medio mundo, los fieles se postran ante cristos y vírgenes manufacturadas en serie por los activos talleres de imaginería religiosa de Olot. El escritor Josep Pla atribuye a estas empresas el vergonzoso mérito de haber contribuido a la mediocridad del gusto y de la sensibilidad religiosa allí donde han exportado sus famosos santos. El Croscat, con una altura de 160 metros, comparte el privilegio de ser el más grande y joven de todos los volcanes peninsulares, con el infortunio de albergar en su barriga toneladas de productos volcánicos de proyección. La extracción minera a cielo abierto de la greda, interrumpida en 1991, ha dejado un inmenso tajo en el cono del volcán, como si un goloso gigante hubiera cortado una descomunal porción del pastel volcánico. Esta hendidura longitudinal, con sus diversas capas de materiales, permite a los estudiosos analizar la vida activa del volcán como si de los anillos del tronco de un árbol se tratase. La cómoda ascensión al Montsacopa, un volcán de limpio y emblemático perfil, ofrece una excepcional perspectiva del llano de Olot, donde se desparrama la ciudad y serpentea el río Fluvià. En el Parque Natural de la Zona Volcánica de la Garrotxa, con 887 hectáreas de reserva natural, se han catalogado hasta 1.100 especies vegetales superiores, el 36% de todas las de Cataluña. Las lluvias abundantes se suman a la riqueza del sustrato. La apabullante variedad que engloba vegetación mediterránea, centroeuropea y atlántica adquiere tintes embriagadores cuando llega al paladar desde el fondo de una botella de ratafía, reducto donde maceran hierbas aromáticas en fórmulas secretas heredadas de padres a hijos. La remota alianza entre el reino mineral y el vegetal está también en el origen de la famosísima Fageda d"en Jordà, una masa arbórea de hayas cobijada de la virazón por la barrera natural de los volcanes. Este bosque encantado que dejó prisionero del silencio y del verdor al poeta Joan Maragall, es un fenómeno excepcional a tan baja altura. Los árboles que forman este denso laberinto en el que es fácil desorientarse arraigan en la lava solidificada de la última erupción del Croscat. A lo largo de los años, los frondosos bosques de la Garrotxa han cobijado a los bandoleros que dejaron las últimas escaramuzas de las guerras carlistas y a los maquis de la posguerra. También algunos artistas, compañeros del pintor Joaquim Vayreda, buscaron refugio en el paisaje olotense huyendo de la peste amarilla que azotó Barcelona en 1870. La naturaleza ancestral de la Garrotxa engulle todo lo que le echen: bandoleros, maquis y cuadros incómodos, aunque su especialidad son los despojos humanos de la civilización urbana. Es capaz de sentar en su regazo de paz al más desquiciado urbanita, practicarle una transfusión de savia revitalizante y ahuyentar todos los fantasmas del estrés.

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