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Tribuna
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Los caballistas

La noche retiraba ya su velo de planetario, e Iris, la mensajera, tecleaba el aire con sus dedos de rosa, la boca feliz destilando aromas de Oriente. Mi cabeza rezumaba con un aje monumental, así que decidí asomarme a la bahía para repostar algo de prana. Más, ¡oh asombro!, Aurora desplegaba en las alturas su sari rosa, pero en las bajuras al agua había desaparecido por completo, dejando la bahía convertida en un albero. La arena dorada cubría el ruedo inmenso, y dos jinetes, tal si recién salidos de un cuadro de Degas, trotaban ligeros, a ratos perseguidos por un toro, a ratos persiguiéndolo. Mi asombro estuvo a punto de rozar la idiotez cuando descubrí que no eran otros que Fernando Savater y Mikel Azurmendi. Les grité qué demonios hacían allí si ellos no entraban en la canción. Había bajado a la playa a entrenarse para la Copa de Oro -me respondió Fernando- y cuando vio al torito aquel rebozándose como un gato en aquel desierto, no tuvo ninguna duda de que se trataba de Zeus, vestido de morlaco para raptar a Europa. Lo que ocurre -concluyó- es que a Europa se la ha debido de llevar el farero de la isla, que ha debido de llegar antes; a no ser que la tenga Mikel metida en la visera, que éste es un poco mago. Mikel dijo que a él que le registraran, mientras el toro, tumbado apaciblemente, se reía por bajines. Esta mañana -prosiguió Mikel- cuando han llamado a la puerta y he abierto, pensando que sería el hocico de mi perro Ikatz, me he encontrado con este pura sangre maravilloso que me dice: "Monta y verás a Andrómeda". En cuanto al toro, no creo que sea Zeus, sino alguno que se ha escapado de Illunbe, de modo que he decidido adoptarlo. Los toros no tenían derechos -siguió diciendo-, pero sí sufrimiento, y en la medida que somos sensibles al sufrimiento humano... Pero entonces, he aquí que se incorpora el toro y dice: "No soy toro, sino tora; Europa ha devorado a Zeus, y heme aquí convertida en Euro. Se acabaron los campos de mejorana, ahora sólo como tarjetas de crédito. Trotemos". Huí de allí con los ojos desencajados. En la calle Urbieta, vi que desde el fondo sur se acercaba un grupo numeroso de poxpoliñas, con peineta y mantilla en lugar del habitual pañuelo, cantando: "Toreador, en garde!" Me volví, pero del otro lado vi que se acercaba otro grupo numeroso de mujeres arrantzales con sus otarras cantando: Ez, ez, zezen plazarik ez! Entre ambos grupos, entrando por una perpendicular, se interpuso un grupo de hombres a caballo. Vestían de azul, como mozos de carga, pero se cubrían con unas boinas renacimiento de terciopelo azul con pluma de faisán. Brazos en alto, y armados de castañuelas, claqueteaban las notas de C´ est la Carmencita/ Non, non, ce n`est past elle. Castañeteos y cantos parecía que iban a hacer estallar mi cabeza, hasta que todo alcanzó un armonioso finale. Cuando abrí los ojos, ya no había nada, pero aún resonaba aquello, el final maravilloso: ¡Donostiarra da-Kar-mén!

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