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Paella germánica

PACO MARISCAL A Espira, Speyer en alemán, le prendieron fuego los franceses a finales del siglo XVII, pero sus habitantes, como los de Xàtiva, reconstruyeron la ciudad el siglo XVII. Es Espira una población preciosa del Palatinado, a orillas del Rin, con una catedral románica enorme del siglo XI en cuya cripta reposan los restos de algunos reyes y emperadores del antiguo Imperio romano-germánico. La monumental iglesia ha sido declarada patrimonio de la humanidad por la Unesco, del mismo modo que la genuina paella valenciana debería declararse patrimonio de los valencianos en los territorios de L"Antic Regne. La ciudad es historia y tradición como lo es Morella, y en sus campos cercanos crecen los mejores espárragos que se degustan al norte de los Pirineos. Sede episcopal, en ella nació un tal Jorge de Spira que fue gobernador en Venezuela el siglo XVI y desde allí organizó alguna que otra expedición al inexistente El Dorado. Católicos romanos y partidarios de Lutero tuvieron aquí sus más y sus menos en Dietas o reuniones del parlamento estamental del imperio: en 1529 la nobleza luterana y los representantes de las ciudades libres, partidarios del agustino antipapista, mostraron su disconformidad con la política del emperador Carlos V, Carlos I en las tierras hispanas, y desde entonces reciben los luteranos el sobrenombre de protestantes. En Espira se come bien, muy bien incluso, si uno solicita en cualquier restaurante o taberna de la localidad uno de los platos tradicionales del Palatinado o de Renania. En Espira vivió y ejerció la docencia Edith Stein, una famosa lectora judía de Santa Teresa de Ávila, que luego fue carmelita y luego una víctima más del Holocausto en Auschwitz. Espira es pasado y presente impregnado de un determinado sentimiento. Si quien visita la ciudad es un valenciano genuino y patriótico, secesionista lingüístico y con la paella por bandera, además de disfrutar de las bellezas del presente y los recuerdos del pasado, puede encontrarse con una desagradable sorpresa: en cualquier esquina de la Maximilianstrasse, la calle principal del casco antiguo donde desembocan unas decenas de callejones estrechos y medievales, tropieza con la infamia, el oprobio y la ignominia gastronómica; en el escaparate de una tienda de comestibles, perteneciente a una conocida cadena de supermercados, le ofrecen paella para llevar, un guiso consistente en arroz amarillo a medio cocer con granos de maíz y salpicado de trozos de pescado crudo del Atlántico Norte; en un cartelillo se indica que, una vez en casa, se le añadan dos vasos de agua del grifo y se ponga de nuevo a cocer el despropósito hasta que el arroz quede de nuevo seco. Para los dignísimos defensores patrióticos de la paella valenciana, para quienes intervienen en programas radiofónicos de forma airada y protestan por el uso publicitario que hacen los catalanes de su paella, la oferta gastronómica de paella en Espira es una afrenta al sofrito y fuego lento, al pollo, al conejo, al ajo y al pimiento, a la verdura facultativa y al aceite de oliva de la Sierra Espadán. Un arroz al borde del infarto con el nombre de paella, es una cuestión que nuestro patriótico Héctor Villalba, presidente de las Cortes Valencianas, debería llevar, sin duda, al Tribunal Europeo de Justicia de Luxemburgo, junto con la más enérgica protesta de sus votantes, tal y como protestaron los luteranos en Espira.

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