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Veinte años de Constitución

El vigésimo aniversario de la Constitución de 1978 está pasando demasiado inadvertido, en paradójico contraste con el trascendente cambio que la Norma Fundamental ha operado en la vida pública y privada de los españoles y en la homologación democrática de un Estado heredero y superador, a la vez, mediante una transición pacífica, de la dictadura franquista. Veinte años es un trecho temporal adecuado para realizar algunas reflexiones sobre lo que logramos en 1978 y la potencialidad política que cabe extraer cuatro lustros después de aquel pacto para la convivencia.La propia especificidad de una Constitución de consenso, tras modelos históricos ideologizados, significa una convocatoria a la convivencia en paz y a la tolerancia mutua. Los constituyentes dieron ejemplos sobrados de su voluntad de consenso. La sola presencia de parlamentarios como Simón Sánchez Montero, Dolores Ibárruri, Ramón Rubial, Josep Andreu i Abelló -con muchos años de cárcel, persecución o exilio a sus espaldas-, a poca distancia física de otros como Manuel Fraga, Federico Silva Muñoz, Gonzalo Fernández de la Mora, Laureano López Rodó -ex ministros franquistas que fueron o pudieron ser sus verdugos- fue un estimulante testimonio de la voluntad de reconciliación.

Una aportación clave al consenso la hizo don Juan Carlos, quien, sabiéndose poseedor del omnímodo poder detentado por Franco, supo, sin embargo, con una tremenda lucidez, dejar en manos de las fuerzas constituyentes -algunas de ellas netamente republicanas- la decisión sobre sus atribuciones como jefe del Estado de una monarquía parlamentaria.

Hace unas semanas, Sabino Fernández Campo, ex jefe de la Casa del Rey, reveló en Úbeda (Jaén), en la conferencia de clausura del curso A los 20 años de la Constitución, organizado por la UNED, las gestiones que personalmente realizó con el presidente de las Cortes Constituyentes, Antonio Hernández Gil, sobre una serie de posibles atribuciones del Monarca. En concreto, Fernández Campo trató de que el Rey pudiera devolver al Parlamento una ley presentada para su sanción, convocar por sí mismo un referéndum y constituir un consejo privado. Ninguna de estas propuestas prosperó y ese aparente fracaso indica el éxito político de don Juan Carlos, que al renunciar a la potestas, se proveyó de una más cualificada auctoritas, ejercida con particular legitimidad y energía el 23-F para abortar el golpe.

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No caben, 20 años después, nostalgias del consenso constituyente que pudieran resultar paralizantes del pluralismo político y de la pugna democrática que la propia Constitución propugna y que conducen a la legítima alternancia en el poder central y autonómico. En cambio, sí es preciso recordar la necesidad de que sobreviva el consenso para cuestiones esenciales que afectan a la vitalidad constitucional.

Una de esas cuestiones es la elección parlamentaria de los magistrados del Tribunal Constitucional, que se van traspasando la antorcha casi sagrada de interpretar al máximo nivel la Norma Suprema frente a los tres poderes del Estado y como árbitros del juego de competencias centrales y autonómicas. Las dificultades para lograr la renovación de cuatro magistrados que debieron ser relevados el 22 de febrero producen desazón y ponen en duda el vigor constitucional de los actuales responsables políticos.

Otra cuestión esencial es la lucha antiterrorista, sobre la que también se alcanzó el consenso en un periodo especialmente tenso y difícil: durante los 15 meses de elaboración de la Constitución, el terrorismo acabó con la vida de 23 policías, 22 guardias civiles, 3 militares y 23 civiles; en total, 71 personas. A pesar de esta dura estadística, los constituyentes sólo previeron la suspensión de derechos fundamentales como el plazo máximo de 72 horas de detención preventiva, la inviolabilidad de domicilio y el secreto de las comunicaciones mediante ley orgánica, "de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario" y "para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas".

Como coletilla, para que no quedaran dudas, la Constitución remachó a renglón seguido: "La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes". Los episodios de guerra sucia contra ETA en los primeros años posconstitucionales y las recientes escuchas del Cesid a HB, aunque desde dimensiones distintas, son muestras de la utilización de atajos en la lucha antiterrorista por debajo del alto listón democrático que la Constitución establece.

En términos generales, el Poder Judicial ha sido el que más ha tardado en adaptarse a la Constitución y, en consecuencia, el que más palmetazos ha recibido del Tribunal Constitucional. Durante los primeros años posconstitucionales, la mayoría de los jueces y magistrados -vinculados, cuando no comprometidos, con el régimen anterior- se atuvieron a las leyes y a la jurisprudencia franquista, se negaron a aplicar directamente la Constitución y, sobre todo, a extraer de ella la fuerza derogatoria que entrañaba.

El Poder Judicial, necesariamente configurado como independiente y sobre el que la Constitución cargó la responsabilidad de tutelar el amplio catálogo de libertades y derechos reconocido por la Norma Fundamental, se convirtió así, paradójicamente, en un instrumento obstruccionista y retardatorio de la nueva realidad democrática. Hay que reconocer que hoy, a los 20 años de vigencia de la Constitución, el panorama ha cambiado sustancialmente y son ya relativamente pocos los jueces que entienden la jurisdicción como un atributo profesional o de casta, desvinculado de toda responsabilidad por su ejercicio abusivo.

El gran déficit de los tres poderes del Estado es su falta de reconocimiento, respeto y protección a los principios rectores de la política social y económica que la Constitución postula. El artículo 53.3 ordena que tales principios "informarán la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos". No son, pues, peroratas retóricas de los constituyentes ni mandatos constitucionales angélicos, como el que en 1812 programó a los españoles para que fueran "justos y benéficos". La Constitución de 1978 establece como un deber de los poderes públicos "una distribución de la renta regional y personal más equitativa" y les impone que, "de manera especial, realizarán una política orientada al pleno empleo".

Dentro de la libertad de opciones ideológicas, la Constitución exige a los poderes públicos la protección de un modelo de familia no necesariamente nucleado en torno al matrimonio, la formación y readaptación profesional, la seguridad e higiene en el trabajo, un régimen público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, la promoción de la participación juvenil en la vida pública, la vigilancia del uso racional de los recursos naturales, la defensa de los consumidores y usuarios... Son mandatos constitucionales redactados en futuro, esto es, sin dejar sitio a la duda sobre su obligado cumplimiento.

Especial detalle y exigencia dedica a la satisfacción del derecho de "todos los españoles (...) a disfrutar de una vivienda digna y adecuada". La Constitución no se queda en la enunciación del derecho. Impone que "los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo ese derecho", sin excluir la regulación de "la utilización del suelo de acuerdo con el interés general" ni el deber de "impedir la especulación". Nada menos.

Una Constitución que ha contribuido a hacernos más libres, justos, iguales y plurales durante sus primeros 20 años de vigencia tiene que aprobar aún la asignatura pendiente de normalizar el cumplimiento de preceptos que apuntan hacia el progreso y la justicia social. Eso o promover la reforma para suprimir los mandatos que se estimen inverosímiles o imposibles.

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