'Hot line' (4) El precio del placer
Así como las loterías y las tragaperras fomentaron la ludopatía con licencia estatal para solaz de los bancos y de los usureros,las líneas calientes reivindicaban una práctica sexual antigua como la humanidad, rescatándola de la condena eclesiástica y de un aparente monopolio juvenil. El gran problema era que la paja fue siempre gratis, y ahora, en cambio, el sexo telefónico la convertía en un placer de lujo.-Las confusiones del sexo, Anita -comentó el detective George Washington Caucamán a su compañera, mientras ésta le revisaba los maltratados pies.
Anita Ledesma vivía en una pequeña casa del barrio San Isidro y todo su mobiliario era muy funcional y práctico, como ella misma.
-Mire, amigo -le dijo en el café en que se habían citado-, yo creo en los astros, y ellos dicen que usted y yo terminaremos en la cama, de tal manera que evitemos la inútil ceremonia de la conquista y empecemos a conocernos de la mejor manera. En casa tengo suficientes espaguetis y varias botellas de vino.
-Supongo que llegó la hora de tutearnos -respondió Caucamán.
Entre los dos sumaban ochenta años, y tal cúmulo de tiempo predispone al amor sincero, libre de aspavientos, proezas o disculpas, y, como no hay nada que perder, el resultado final es una enorme ganancia.
-¿De verdad crees que el sexo se presta a confusiones? -preguntó Anita pasándole una escofina por los callos.
-A veces. Recuerdo una historia que me contaron unos arrieros en la Patagonia. Hace dos años, un frente de mal tiempo interrumpió las maniobras que un regimiento de infantería realizaba en la frontera con Argentina. Treinta días y treinta noches lloviendo sin parar habían soportado los milicos, cuando un teniente se acercó al grupo de arrieros para preguntarles cómo aliviaban ellos los tormentos de la entrepierna. Le respondieron que de la manera más conocida, y que si se sentía muy apremiado podían llevarle una burra junto al río. El teniente se negó, y con gesto asqueado los acusó de pervertidos. Pasó otro mes. A la lluvia se agregó la nieve, y el teniente volvió a ver a los arrieros. Con toda la vergüenza del caso pidió que le llevaran la burra junto al río. Los arrieros, sin entender la causa de semejante pudor le dijeron que conforme, que al día siguiente le esperaría la burra junto al río que crecía y crecía. Ahí estuvo también muy puntual el teniente, y, luego de ordenar a los arrieros que se volvieran, se bajó los pantalones y empezó a fornicar con el animal. Entonces uno de los arrieros giró la cabeza y le dijo: mi teniente, la burra es para cruzar el río. Las putas están al otro lado.
George Washington Caucamán despertó alegre esa mañana. Anita le había dejado un termo de café y tostadas junto a la cama. Se levantó de un salto y sintió que sus pies libres de durezas podían llevarlo a cualquier parte.
-Cosa o caso, ésos tienen un problema que también le compete -dijo la comisaria, indicándole a una pareja que esperaba frente a su escritorio.
-¿Usted es el experto en líneas calientes? -preguntó el hombre.
-He seguido pistas calientes durante quince años -respondió el detective, recordando los vuelcos de corazón que tantas veces sintió al palpar unas boñigas blandas y humeantes en un sendero de monte.
Les ofreció asiento. La mujer no era muy alta, tendría unos cuarenta y cinco años y, pese a la preocupación que marcaba su semblante, mostraba la seguridad de saberse atractiva, en lo mejor de la vida y con deseos de prolongarla. Se sentó con movimientos delicados, y el hombre, un flaco de similar edad que no dejaba de sobarse las manos, prefirió permanecer de pie.
-¿El señor se pasó con la cuenta telefónica? -dijo el detective para romper el hielo.
-No. Al contrario. Por primera vez en la vida, estamos libres de números rojos -precisó el hombre.
-Me gustaría tener esa clase de problemas.
-No es eso. Se trata de una historia confusa y será mejor que sea yo quien la explique -dijo la mujer buscando sus cigarrillos.
George Washington Caucamán le acercó el cenicero y cogió la libreta de apuntes.
-Me llamo María Lombardi y mi compañero se llama Sergio Téllez. No estamos casados pero vivimos juntos desde hace veintitrés años. Entre el setenta y cinco y el ochenta y nueve vivimos en el extranjero, en el exilio. Éramos actores y luego del golpe militar, perdón, gobierno autoritario se dice ahora, nos quedamos sin trabajo porque estábamos en la lista negra. No tuvimos más remedio que marcharnos y así lo hicimos, primero a Colombia y luego a Francia. El ochenta y nueve regresamos con todos nuestros ahorros para volver a trabajar en teatro, pero el país había cambiado, cada viejo compañero defendía su pequeña parcela hasta con las uñas, y el exilio nos marcaba con el estigma de los apestados. Buscando trabajo nos comimos los ahorros, y ya estábamos a punto de largarnos nuevamente cuando descubrimos que, el miedo al sida, por una parte, y la modernidad del país, por otra, habían incorporado a los chilenos al sexo telefónico. Así que para sobrevivir abrimos una línea caliente.
George Washington Caucamán anotaba, e íntimamente se preguntaba cómo diablos funcionaban las líneas calientes. Siempre había usado el teléfono para los fines que Graham Bell previó al inventarlo. Tal vez esos dos tenían algo que ver con el drama de Hipólito.
-Y todo marchó de maravillas, hasta hace un par de días -agregó el hombre.
-¿Clientes que se niegan a pagar las facturas porque las consideran excesivas?
-No. Nunca hemos tenido quejas al respecto. Nos hicimos de clientes fieles y siempre quedaron conformes con el servicio -indicó la mujer.
Línea caliente. Hot Line. George Washington Caucamán les pidió que le detallaran el funcionamiento del negocio, y la mujer asumió la parte pedagógica.
Es como un prostíbulo virtual. Sin espejos, sin salones rojos, sin casa. Al atender un servicio no vendemos nuestros cuerpos, ofrecemos imaginación y estimulamos la fantasía erótica del cliente. Por ejemplo: un señor llama y quiere saber cómo estoy vestida. Le pregunto cómo quiere verme, y si me dice que en minifalda, le digo que llevo una mini tan corta que apenas me cubre el culo y que además no uso bragas. Pero en realidad no me he quitado el chándal, la mejor prenda de estar en casa. Para algunos soy rubia, para otros, morena, pelirroja, calva, mido dos metros o soy enana, flaca o gorda, plana o tetona, setentona o muchachita virgen.
-¿Y el señor? ¿Atiende llamadas de señoras?
-Al principio lo intentamos, pero la liberación femenina es enemiga del negocio -filosofó el hombre-, se puede decir que soy el técnico de sonido. Hay tipos que la quieren en la ducha o en el jacuzzi, entonces yo dejo caer agua de una regadera en un lavatorio mientras ella describe cómo se masajea con la esponja. Hay otros que la quieren en un establo con caballos, burros, vacas. Yo relincho, rebuzno, simulo galopes con los dedos sobre la mesa.
-Todo esto es muy instructivo, pero quiero saber por qué diablos están aquí. Ésta es la comisaría de investigación de delitos sexuales -precisó el detective.
-Hace más o menos una semana empezamos a recibir la llamada de un tipo extraño. No paga por escuchar, sino para que nosotros le escuchemos.
-En materia de gustos no hay nada escrito. Y mientras les pague, no veo de qué se quejan.
-Es que nos persigue. Hemos cambiado dos veces de número, pero es inútil. Y es horrible lo que hemos oído -dijo la mujer, enjugando dos lágrimas que desconcertaron al detective. Desde alguna parte de la ciudad le llegó el inconfundible hedor del estiércol, y se dijo que estaba frente a un caso.
Mañana, quinto capítulo
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