Roma-Madrid
"Todo está patas arriba. No hay calle, plaza, avenida o monumento sin vallas, hormigoneras, andamios o grúas. Un amasijo de polvo y de humedad se cuela por las rendijas. El ruido de las obras perfora los muros como si fueran de papel. Los semáforos están muertos o locos".Son frases de un artículo que Ignacio Carrión publicaba el pasado domingo en este periódico; el artículo hablaba de Roma, y el nombre de la Ciudad Eterna destacado en sus titulares servía para disipar cualquier confusión, para advertir al lector madrileño, por ejemplo, de que no le estaban hablando de su ciudad, aunque el párrafo entresacado en el dominical le encajara como un guante.
Parecía como si el escritor, que hace unos años cultivó en este periódico, con brillantez y amenidad, la crónica local, se hubiera llevado impreso en la retina el cliché de Madrid para endosárselo impunemente a la capital italiana. Me pareció que el artículo de Carrión, sin pretenderlo, podría tener carácter disuasorio para cualquier madrileño dispuesto a pasar sus vacaciones en Roma. Las palabras valla, hormigonera, andamio, grúa, obras, polvo, suciedad y ruido, tan familiares para los pobladores de esta urbe, llevarían a pensar al presunto viajero que a lo mejor no merecían la pena tantos kilómetros y dispendios para encontrarse con más de lo mismo, para sumergirse en un caos muy parecido al de su propia casa, un caos del que precisamente pretendía huir.
Es cierto que Roma y Madrid se parecen en muchas cosas, y no sólo en las malas. También se parecen, por ejemplo, en el número de estatuas que adornan sus calles y sus plazas. Hace unos años, la capital trasalpina nos superaba ampliamente en número, pero la fiebre estatuaria del gran inaugurador y mecenas de las artes decorativas, Álvarez del Manzano, está a punto de conseguir el empate numérico; lo de la calidad es otro tema: ahí el desafío es inasumible, sobre todo por la antigüedad del patrimonio romano, pero vaya usted a saber si dentro de dos o tres mil años, cuando los arqueólogos alienígenas estudien los restos de la extinguida civilización terrícola, al desenterrar la estatua de La Violetera, no vean en ella un adefesio del posliliputismo castizo, sino una obra de arte digna de figurar junto a Miguel Ángel y Bernini.
Antiguos y afamados cronistas municipales, celosos de la buena fama de la Villa y Corte, urdieron para ella una fabulosa leyenda mitológica, no menos fabulosa por cierto que la de Rómulo y Remo. En sus fingidos cronicones no tuvieron empacho al emparentar Roma y Madrid, pasando por Troya. La leyenda afirma que Madrid fue fundada por el príncipe troyano Ocno Bianor, hijo de la profetisa Manto y de Tíber o Tiberino, dios fluvial asociado a la ciudad de Roma, a la que baña con su curso. El río Tíber fue padrino de bautizo del esmirriado Manzanares y Madrid pasó a asociarse por parte de madre con la célebre Mantua de Italia, paraíso estival y centro de vacaciones de la aristocracia romana cuando huía de los calores y, tal vez, del estruendo de las obras públicas imperiales. Madrid, según la ingeniosa leyenda, sería la Mantua Carpetana, elegida por mamá Manto para que el niño Ocno fundara su primera ciudad.
La romanización madrileña fue desde luego algo tardía, pero el Foro, nuestro Foro, acabó rindiendo culto a la Cibeles y a Neptuno, dejando a Apolo relegado a la sombra del bulevar del Prado.
Madrid tiene también sus propias catacumbas, la ciudad está minada por kilómetros y kilómetros de galerías y túneles construidos en muy diversas épocas con fines defensivos, conspiratorios, galantes o utilitarios. En este capítulo de las catacumbas también ha puesto nuestro cristianísimo alcalde su fiebre y su empeño multiplicando el kilometraje subterráneo, ganándole terreno al subsuelo, invadiendo y rentabilizando, metro a metro, las profundidades con pasajes y aparcamientos.
Madrid es una ciudad dantesca que arde en las hogueras estivales de la vanidad municipal. Huyen despavoridos sus habitantes buscando Mantuas más propicias, y los turistas, señalan las estadísticas, cada vez pasan menos tiempo en la capital, una ciudad señalada con bandeja roja en las guías turísticas, que advierten a los viajeros sobre el horror de quedar atrapados en Barajas y el grave riesgo de ser engullidos por uno de los mil agujeros negros abiertos en sus calles que comunican directamente con los abismos infernales, territorio de Hades, un dios merecedor de estatua y monumento en esta villa.
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