Vida nueva
Año Nuevo, vida nueva, manda la tradición que se diga cuando termina el año; pero no es verdad. La gente sólo suele hacer propósitos de cambio cuando va de veraneo.Llega y, al encontrarse con paisanos amables, bellos panoramas, sol y luna, viandas con su primigenio sabor y además la desacostumbrada perspectiva de no dar palo al agua, toma el convencimiento de que esto es vida, y no la otra.
Y se pone a hacer planes.
En primer lugar, adopta la firme determinación de no volver a sumirse, ni loco, en la ajetreada vida de la capital, ese dislocado Madrid, el cúmulo de ocupaciones y responsabilidades, la angustia de las citas y los compromisos, el tiempo escaso, las horas y los días que pasan fugaces sin dar la sensación de que realmente se está viviendo.
Mientras pasea por los montes o se dora al sol de las playas, el veraneante diseña el nuevo estilo de vida que emprenderá cuando vuelva a Madrid. El trabajo quedará relegado a segundo término y, en cualquier caso, las obligaciones que genere nunca irán en detrimento del ocio ni del disfrute de los bienes del espíritu.
Leer un buen libro (si se las da de intelectual dirá releer), saborear selectos menús, acudir al campo para contemplar la naturaleza o los animalitos de Dios, de paso hacer el ejercicio físico que mantendrá el cuerpo ágil y esbelto, adquirir cierto barniz cultural y, si se tercia, pensar también un poco, tendrán su asiento, inalienable e indestructible, en el quehacer de cada día.
Inspirado por el aroma de los bosques o la caricia de las brisas marinas, el veraneante intenta ensamblar este cambio de vida con las obligaciones insoslayables, programa horarios, desprograma actividades; y éste es su mayor problema, pues las cuentas no le salen.
El día queda siempre corto para los madrileños.
Ocho horas para dormir y ocho para trabajar hacen 16. Sumadas las que necesita para ir a la empresa y volver a casa, más las descubiertas en busca de un hueco donde aparcar, que serán otras tres, hacen, pues, 19.
Las abluciones matinales y las nocturnas, vestirse y desnudarse, rezar el que lo sienta y sepa, desayunar, hablar algo con la familia, puede que necesiten un par de horas -quizá nos quedemos cortos-, lo que hacen 21.
Dos horas más para comer y cenar nos ponenen 23.
Acudir al estanco si fuma, comprar el periódico si tiene ese vicio y echarle una ojeada para amortizar la inversión, tomar un café en el bar de siempre e intercambiar cuatro palabras con los clientes habituales, rellenar La Quiniela y La Primitiva, le llevarán otra hora larga.
Y ya tenemos las 24.
Pero aún hay más.
Porque si el veraneante es un normal hijo de vecino -lo que técnicamente llaman los sociólogos un ciudadano medio-, dentro de ese horario ha de entrar forzosamente la televisión.
Según recientes estadísticas, el ciudadano medio español dedica a ver la televisión cuatro horas de cada uno de los días de su ajetreada vida. Que sumadas a las anteriores son 28.
Luego cuatro horas no encajan, y aún habrá de añadir el tiempo que le vaya a emplear leer un buen libro, ir al campo, pensar y cuanto conlleva su proyectado cambio de vida.
Estas cuitas obsesionan de común al veraneante madrileño y quizá sea el motivo de que muchos acaben las vacaciones cazando moscas. A los madrileños que no salen de Madrid, les asombra el aspecto que traen los veraneantes. Vienen morenos, efectivamente,pero con cara de cabreo.
A los madrileños que no veranearon, en cambio, se les ve relajados y contentos.
Y tienen sus motivos.
Porque dispusieron de Madrid capital para ellos solos: iban a un bar y había por lo menos tres camareros a su servicio; acudían a un cine y no guardaban cola; a los toros, y estaban la música y acá; el Retiro lo recorrían a sus anchas; cruzaban las calles en diagonal, y hasta les sobró tiempo para ver la televisión no ya cuatro horas, sino las que hicieran falta.
Algo bueno habrían dado estos madrileños para que los veraneantes que regresan se quedaran donde estaban.
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