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Recusar al excluido

En los sucesos de mediados de julio en La Vila la opinión lo tuvo claro. El asesino era gitano, drogadicto y loco. Tres calificativos que recibirían el premio de un concurso televisivo que demandase de sus invitados una definición exacta de lo que se entiende por exclusión social. Y menos mal que, encima, no era también mujer. Se observa a simple vista que esos tres calificativos no tienen la misma función definitoria. La del gitano cabe tomarla sin duda como agravante, ya que, por principio, de un gitano no pueden esperarse cosas distintas a esas gitanerías donde a veces brillan las navajas, tal vez debido a que no siempre tienen ocasión de participar en ingenierías financieras. Se trata de una constatación de apariencia lógica que intenta hacerse pasar también por factor explicativo. Lo de drogadicto, que parece algo menos claro en este caso, y que de todas maneras dista de ser un argumento definitivo, es probable que lo haya sugerido cualquier responsable municipal aficionado a atenuar el estrés cotidiano arreándose una buena dosis de coñac sin emprenderla por ello a bastonazos con su esposa. Más ventajas tiene la atribución de la puñalada a la locura, ya que de ese modo no se requiere de mayores argumentos para explicar nada. Y, sin embargo, algo falla en esa terrible triada -gitano, drogadicto, loco-, que a fuerza de querer explicarlo todo acaba por dejarnos en ayunas. Por eso pudo observarse cierto desplazamiento progresivo en la interpretación de las razones del crimen. Se empezó insistiendo en el argumento xenófobo, con el que se mezcló posteriormente asuntos de drogas a fin de no pasar por racistas, y como tampoco así quedaba lo bastante claro, se añadió que, además de todo lo anterior, el sujeto estaba loco, con lo que todo el mundo respiró con cierta tranquilidad, ya que de la locura ni siquiera el loco es responsable. De ese modo, se llegó a la conclusión de que el sujeto debía ser rechazado no por su gitanería innata ni por su drogadicción adquirida sino por el estuchado -tal vez genético- de su locura. Que se trate de una etiqueta más para despachar cuanto antes la conmoción de una conducta reputada de incomprensible importa poco si sirve para perpetuar la presunción de inocencia de la comunidad. Una inocencia que habría quedado algo más en entredicho de no delegar en la locura ajena la motivación básica de una conducta extravagante. La pregunta es si tenía ese muchacho alguna razón para no estar loco, o si su estímulo vital era distinto al horizonte de matar el tiempo pasando las veladas sentado ante el televisor de su caseta, o si se puede dejar de responder al estereotipo del gitano sin disolverse en la cultura de los payos. Y si no es responsable de su locura, ¿por qué debe serlo del propósito de aturdirse inyectándose en vena potentes sustancias de más que dudoso origen o de pertenecer al colectivo gitano? La interesada ilusión de la opción libre frente a una sociedad hostil se revela aquí en todo el esplendor de su frenética quincallería, y también su interpretación. Relegar la locura a la marca de lo incomprensible, a la vez que se la erige en resorte explicativo, es poco más que una muestra de hipócrita insolvencia social. Porque sólo quien no es gitano, ni drogadicto, ni loco puede hacerse pasar por antirracista de bien aún a costa de estigmatizar todavía más a la locura.

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