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Un poco de sosiego

Tanto había arraigado el estereotipo que, cuando la transición a la democracia culminó sin tragedia, muchos observadores dijeron: aquí hay gato encerrado: los españoles no se matan. En algunos traslució cierto sentimiento de frustración: cosas tan grandes se esperaban de nuestra pasión política -una revolución, o algo así- que aquella templanza no se podía atribuir sino al miedo, o sea, al otro estereotipo del español suspirando por las cadenas. Al fin y al cabo, el pueblo que tanto valor había derrochado contra el invasor francés era la misma plebe que había recibido entre palmas a FernandoVII.Ni amantes de aventuras, ni agarrotados por el miedo, los españoles se mostraron moderados desde la primera vez que pudieron expresarse en las urnas, y han mantenido desde entonces una actitud tolerante de la que han decidido aprender los políticos si no querían quedar con los pies en el aire. Fueron los electores los que aconsejaron mayor templanza a unos socialistas dispuestos a comerse el mundo; los que obligaron a UCD al consenso constitucional; los que forzaron a los populares, que insultaban con gruesas palabras a los nacionalistas catalanes, a una política de negociación y pacto; y son ellos, con su pertinaz desapego, los que les han obligado, hace dos semanas, a prescindir de un portavoz demasiado bocazas.

No se trata de cantar las excelencias de un pueblo idolizado, sino de recordar que en estos veinte años de democracia la moderación ha venido siempre de la ciudadanía, y los riesgos de quiebra de las reglas de juego han procedido del lado de la clase política, alentada en ocasiones por sus voceros mediáticos. La sociedad española ha aceptado o soportado sin fracturas aparentes la transformación de su Estado, las reivindicaciones nacionalistas, el aumento de la presión fiscal, la incorporación a la OTAN, las huelgas generales, el paro, el incremento de la inseguridad ciudadana, el fin de la inocencia política, los escándalos, el terrorismo inacabable. Por más que reducidos grupos de políticos y periodistas se froten las manos o se mesen los cabellos, no se entiende bien por qué una sentencia del Tribunal Supremo deba producir una fractura social cuando nada de todo eso ha logrado quebrar los marcos de convivencia democrática.

Si por parte de la sociedad, la sentencia será recibida con sosiego, del lado de los socialistas puede provocar un reflejo de solidaridad grupal que vuelva otra vez a enrocarlos en sus posiciones defensivas desde las que sueñan con bombardear al adversarios; y puede ser interpretada, de lago de los populares, como la ocasión largamente ansiada para exterminar a un enemigo más resistente de lo esperado. Ambos riesgos no son hipotéticos, sino muy reales, y si sólo cuentan los inmediatos intereses de partido, muy previsibles: como la reciente experiencia española muestra hasta la saciedad, con tal de arañar en la cuenta de resultados del adversario, los partidos políticos son capaces de echar a perder los dividendos de la propia.

Pero si populares y socialistas se dejasen llevar por sus estrategias agresivas, quizá el resultado final sea una suma negativa que no les afecte a ellos solos sino al conjunto de la sociedad.Y no porque se vaya a producir una fractura social, sino porque, cansada de luchas interpartidarias que no guardan relación directa con sus intereses y problemas más acuciantes, la sociedad acabará por encogerse de hombros si se deciden a dar otra vuelta de tuerca a la suicida política de abierta confrontación. Desde las elecciones de 1996, sólo quedan del pasado las responsabilidades penales que, como era de esperar en un sistema con burocracias de Estado dotadas de una lenta pero implacable dinámica, comienzan a sustanciarse ahora. Hacer política con ese pasado es la mejor manera de perder el futuro. La gente, que lo sabe, recibe tranquila la sentencia: quizá sea la última lección que de los ciudadanos puedan aprender, al unísono, socialistas y populares.

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