Fronteras
El neoliberalismo económico ha sustituido las fronteras que marcan el límite entre Estados por unas barreras insalvables que ha levantado en medio de la sociedad. Esta nueva línea divisoria no tiene todavía alambradas de espinos pero en los puestos de control las armas son bien visibles. Turistas y mercancías atraviesan cada día con más naturalidad las aduanas y pasos fronterizos entre territorios de distintas naciones. Los policías bostezan en las garitas mientras la multitud va saltando alegremente de país en país sin mostrar el pasaporte. En cambio, es cada vez más difícil para un ciudadano medio, no del todo desharrapado, acceder en su propia ciudad a ciertos vestíbulos, zonas residenciales, centros de negocios, fiestas sociales y tiendas exclusivas. Un sistema de guardajurados, pistolas, verjas automáticas y circuitos cerrados de televisión crean un espacio preservado y sobre éste se establece la misma protección y vigilancia que antes se ejercía en las fronteras. Cualquier mendigo es ya internacional: puede ir de Madrid a Estocolmo pidiendo limosna. Todas las aceras del mundo están a su disposición sin que nadie le moleste, pero es prácticamente imposible que un honrado tendero pueda asomar siquiera la nariz en el Club Puerta de Hierro. El final del primer milenio coincidió con las grandes romerías. Los peregrinos no necesitaban salvoconducto para cruzar las naciones. Entonces no había clases sino estamentos basados en los privilegios. Durante ese periodo alucinado comenzaron a surgir las catedrales. Después de mil años aquellos peregrinos se llaman hoy turistas, y las catedrales han sido sustituidas por los shopping centers donde se venera como santos a los creadores de la moda. En las antiguas catedrales podía entrar cualquiera. En las catedrales modernas el consumo es la nueva espiritualidad, y ésta exige que haya en la puerta guardajurados con pistola. El neoliberalismo ha creado nuevos estamentos y patrias en la sociedad, unas zonas de privilegio donde sólo están los que tienen que estar.
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