El uso alternativo de la Historia
En un texto publicado hace tan sólo unos años, el historiador francés Pierre Nora nos recordaba, con toda razón, que vivimos en la era de las conmemoraciones. Lo fundamentaba señalando que en las sociedades contemporáneas, basadas en la libertad instituyente de los hombres y no en la tradición de carácter seudorreligioso, la conmemoración cumple una función importante. La memoria colectiva acerca del pasado en estas sociedades -y eso se ha convertido cada vez en más cierto en las actuales- no permanece inmóvil, sino que se modifica con el paso del tiempo. Esa memoria es capaz de saber más acerca del pasado, pero también es expresión del cambio e incluso un modo de realizarlo. No es una memoria exclusivamente nacional, ni, menos aún, agresiva o apodíctica sino, por el contrario, más bien ideológica e interrogativa. Busca comprensión de ese tiempo pasado pero también una enseñanza moral genérica, sabia y matizada. Esa memoria es, en fin, más que pedagógica de un modo elemental o pedestre, capaz de nutrir de contenido el debate de una sociedad sobre su propio destino.Por ello el uso del pasado es una tarea delicada. Exige, como requisito previo imprescindible, un nivel de exigencia que no permite considerar la Historia como una especie de bien mostrenco sobre el que todo el mundo puede opinar libremente con la seguridad de acertar. Ya que este artículo ha empezado con la cita de un autor francés, prosigamos con otro, éste más prosaico, como militar que era, nada menos que Napoleón. Como es sabido, aseguraba el emperador que en la guerra y la prostitución los mejores son los no profesionales. Pero nada decía de la Historia, de lo que cabe deducir que es mejor que les corresponda a los historiadores la función de interpretar el pasado. Conviene que sea así porque de lo contrario surge un uso alternativo de la Historia que suele acabar falseándola. Quienes la practican utilizan de forma espuria el tiempo ya transcurrido en beneficio de una tesis sobre el presente, que puede ser más o menos defendible, pero no a partir de esos argumentos.
Veamos dos ejemplos. La interpretación que José María Marco ha hecho sobre los escritores de la generación del 98, en un libro que tuvo la proyección pública que le da siempre ser presentado por el presidente del Gobierno, se basa en un juicio político sobre el presente que puede ser opinable, pero su contenido, desde el punto de vista histórico, es inaceptable. Presentar como los verdaderos liberales a los políticos de la época, ahora resucitados en nuestros actuales gobernantes, y abominar de la supuesta traición de aquellos escritores, no es una audacia interpretativa, sino una afirmación nada sostenible que ningún verdadero especialista apoyaría, por más que le resulte complaciente al señor Aznar. Del mismo modo, el género de ácido juicio sostenido por Gregorio Morán en su libro acerca de Ortega, de acuerdo con el cual en la posguerra habría existido un páramo intelectual, algunas de nuestras figuras culturales de mayor talla serían poco menos que peleles grotescos e incluso existiría una especie de pecado original, desde entonces, en el mundo político e intelectual que se arrastraría hasta ahora mismo, tiene mucho más que ver con los juicios que uno puede hacer sobre el presente, incluido el actual estado de perversión del cosmos, que con la Historia. En ambos casos, en mi opinión, existe un patente desfase entre la entidad de lo abordado y la capacidad de quien lo hace.
Ésos son dos casos de uso -o mejor, abuso- alternativo del pasado. Pero hay que preguntarse también hasta qué punto en ese género de conmemoraciones oficiales de efemérides del pasado que se cifran en la realización de exposiciones, publicaciones o convocatorias de congresos se han cometido excesos semejantes en los últimos tiempos.
En este terreno es primordial distinguir entre el propósito del político y la responsabilidad del intelectual. Convendría a este respecto empezar por no cometer un error de principio. Desde el punto de vista de asideros culturales en el pasado lo que caracteriza a nuestros actuales gobernantes no es tanto la voluntad manipuladora, como parecen pensar algunos en la izquierda, sino más bien una combinación entre el despiste y las ganas de aparecer en una foto en la que, de entrada, su presencia no está justificada. Eso, en ocasiones, tiene un efecto positivo en el sentido de que acaban por aceptar los consejos de quienes saben, pero, en otras, producen casos verdaderamente chuscos. En su prólogo al catálogo de una meritoria exposición acerca de Cánovas, el vicepresidente del Gobierno, señor Álvarez Cascos, le atribuye nada menos que haber hecho posible "la continuidad como nación" de España. Añade, además, que lo que el político malagueño protagonizó fue una "transición" y, de paso, viene a adjudicarse la de 1977, abuso poco aceptable para atribuírselo un distinguido militante, de siempre, en Alianza Popular. Lo más peregrino es que pretende quitarle la responsabilidad a Cánovas de no haber llegado al "liberalismo pleno", lo que, según él, supondría haber combatido el proteccionismo -que él introdujo- o no haber combatido "los privilegios", como si pudiera ser poco menos que un revolucionario. Tal pretenciosidad ignorante es, sin embargo, excepción. Las autoridades políticas merodean, en ese género de textos, con frases semicomprometidas que, por ejemplo, pretenden reivindicar a FelipeII para acabar por concluir que sobre el personaje deben opinar los especialistas. Tamaña insustancialidad la hacen compatible con convertir la propaganda de una conmemoración cultural en una especie de sección de "ecos de sociedad", bastante hortera, poblada de distinguidas cónyuges de altísimos cargos.
Pero conviene no exagerar. A pesar de todos los pesares, de las considerables dotes de ignorancia y de la obsesiva superficialidad de algunos, España ha afrontado bastante bien las últimas conmemoraciones que se le presentaban. Tomemos el caso del 98, que parecía producirles a los políticos una especie de repulsión instintiva por el bobo temor a que se tratara de la celebración de una derrota. Lo cierto es que se han publicado libros importantes que han modificado de forma sustancial algunos de los planteamientos que coleaban desde el pasado. No se ha producido en España algo parecido a lo que en Francia con la innovadora interpretación de Furet sobre la revolución, pero hoy todos los historiadores atribuyen al Desastre una significación de corte cronológico más intrascendente a lo que se pensaba en el pasado. Parecida renovación está aconteciendo con Felipe II, por ejemplo. Y, además, la divulgación lograda a través de las grandes exposiciones está sirviendo para el mejor conocimiento, desde perspectivas recientes, del pasado. En este sentido no comparto nada la actitud crítica que Antonio Elorza ha mostrado acerca de las dos exposiciones organizadas por Carmen Iglesias acerca del 98 y FelipeII. Ceñir el enfoque, por ejemplo, a la vida cotidiana y explicar el 98 como punto de partida, no tiene como resultado edulcorarlo, sino abordarlo desde una óptica nueva que mucho tiene que ver con los actuales planteamientos de la historiografía.
Nada proporciona más autosatisfacción a un historiador que el ejercicio de descubrir supuestas causas ocultas y poco confesables en la presentación,por parte de otro, del pasado. Desenmascarar, sin embargo, puede acabar por ser una tarea superficial y poco comprometida que, a base de despachar como "políticamente correcto" la versión ofrecida, peca de exactamente lo mismo que reprocha y aun de cosas peores. Concluyo con un ejemplo en condicional con el propósito de completar el elenco de sólidas amistades logradas en este artículo. Si hubiera una presentación actual de Lorca que nos le mostrara con una reivindicación permanente y agresiva de su homosexualidad o de un compromiso político que sólo puede atribuírsele en la fase final de su vida, esa versión merecería ser descrita no como rupturista e innovadora, sino como simplemente anacrónica. Ofrecería una imagen tan presentista que duraría muy poco y, por tanto, ni siquiera resultaría influyente a medio plazo para nadie ni para nada. Por eso tampoco contribuiría a cambiar el mundo.
Volvamos al principio. Conmemorar puede servir para construir el futuro, pero para hacerlo exige un previo y fundamental ejercicio de comprensión. Como sucede con el Derecho, el uso alternativo de la Historia, so capa de buenas intenciones, encierra peligros graves. El peor es que, de esa manera, acaba por no entenderse el pasado mismo.
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