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Tan valencianos

JULIO A. MÁÑEZ Un aspecto quizás desatendido en el análisis de las reacciones públicas y publicadas acerca de las discusiones previas al acuerdo alcanzado por el Consell Valencià de Cultura respecto del pacto lingüístico consiste en la deslumbrante valencianidad que ha caracterizado todo el proceso. Se prosigue así una tradición diferenciadora que, en los tiempos modernos, alcanzó sin duda todo su esplendor en los años de la transición hacia la democracia, y que acaso contribuya en no poca medida a establecer de una vez por todas nuestras señas de identidad. Así, cuando el señor Casp y un grupo de sus amigos funda o refunda la Academia Valenciana de Cultura o cosa parecida, con el ilusionado propósito de convertirse en interlocutor privilegiado cuando pase lo que tiene que pasar, no hace sino copiar el acreditado modelo anticipatorio del grupo de amiguetes que alquiló en su día el cine Xerea para proyectar sus películas bajo el rótulo de Filmoteca Valenciana, o el de aquel otro que en tiempos de mudanza recurrió a la tribulación de llamar a su grupo de teatro nada menos que Teatre Estable del País Valencià: por lo que pudiera venir, el avispado de turno ya tenía registrado el nombre. Esa notable predisposición a presionar sobre la voluntad institucional mediante la apuesta descarada por el hecho consumado es un recurso tan frecuentado, incluso en la actualidad, que no cabe otro remedio que aceptarla como uno de los rasgos que definen tanto nuestro risueño carácter como nuestra vocación emprendedora. No es, sin embargo, el único. Parece discutible que Ciprià Ciscar hubiera impulsado la creación del CVC de haber sabido que ciertos personajes que unen a su escasa talla intelectual el mérito de una trayectoria repleta de tachaduras llegarían alguna vez a ser designados consejeros, de manera que habrá que incluir la imprevisión en la larga lista de nuestros rasgos particulares, una imprevisión que, de manera tan lógica como lamentable, acoge entre sus consecuencias la indeseada singularidad de que el CVC en pleno fuera recibido a tomatazo limpio por los fascistillas de siempre en plena calle antes de encontrar refugio en los furgones policiales, y que tal vez enturbie en su día el proceso de constitución de ese ente normativo que debe regular el desarrollo del recién estrenado dictamen sobre la lengua valenciana. De los entresijos de las sesiones previas al pacto se deduce también la práctica de una cierta racanería en nuestro carácter colectivo, si hay que tomar al CVC como microcosmos representativo de nuestra sociedad, ya que no todos los consejeros han tenido la elegancia de desdeñar las cuantiosas dietas percibidas a cambio de telefonear a sus patronos, conducta que les ha sido afeada incluso por quienes obtuvieron mayores emolumentos públicos por un guión de tres folios para fotografiar en gran formato graciosas escenas de las Fallas y bucólicos planos de la Albufera. También la osadía cuenta entre los atributos de nuestro carácter, si se confirma que en algo nos representa este consejero dispuesto a exigir que la Constitución Española recoja la existencia de cinco lenguas peninsulares. Que podrían ser seis si se añade el andaluz, siete con el occitano que añora El Sifoner, prestigioso lingüista, y hasta ocho si se atienden de una vez los meritorios hallazgos de Chiquito de la Calzada.

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