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Todos llevamos "burka"XAVIER ANTICH

Entras en una sala completamente a oscuras. En una pared se empieza a proyectar, de pronto, la imagen en blanco y negro de la platea vacía de un teatro. La cámara recorre las butacas, con la morosidad de una mirada sobre el desierto. O sobre el silencio. En la pared de enfrente aparece otra imagen. Otra platea de otro teatro. Pero ésta llena de público. Todos hombres. Y la cámara, también aquí, recorre una fila de butacas ocupadas. En este escenario aparece un hombre, otro hombre más, con camisa blanca, que saluda entre los aplausos del público y, de espaldas a ellos, nos mira de frente y empieza a cantar. Se trata de una música de Kambiz Rosham Ravan, sobre un poema de Rumi. No sabemos lo que dice, pero tampoco hace falta. Como un lamento, intenso y dolorido, la melodía va ocupando todo el espacio. Mientras tanto, en la pared opuesta, en el primer escenario vacío, ha aparecido una mujer vestida de negro que no nos da la cara, sino la espalda. Su rostro, que no vemos, contempla la platea desierta. Son apenas unos minutos, de una tensión casi insoportable, mientras él, Shahram Nazeri, de blanco como todos los otros hombres de la platea, nos canta, a nosotros, al mismo tiempo que nos mira, mientras ella, enfrente, de negro, sin nadie que dé testimonio de su silencio, nos niega la presencia de su rostro y el diálogo de su mirada. Al final, cuando él acaba su canción, el público rompe a aplaudir y él, hombre entre hombres, saluda correspondiendo a los aplausos. Mientras el rumor de las palmas se va extinguiendo, adivinamos la voz de ella, enfrente, lenta como un susurro, desplegándose como una letanía de dolor y de sufrimiento acumulado. Y él, como todo su público de hombres, se queda atónito, boquiabierto, desde la pared de enfrente, y se acerca al primer plano para escuchar, desde allí, la voz de la mujer que ha empezado a cantar. O más que a cantar: a gemir y a dolerse, como si en su voz se acumularan siglos de represión y de veto, de humillación y de aniquilamiento. Casi con rabia, la cámara va dando vueltas alrededor de su cuerpo, ofreciéndonos los gestos desgarrados de unas manos que pretenden interrogar al aire, su único público, y ofreciéndonos también el rostro, que se contorsiona como si lo estuvieran despellejando, como si los vestidos negros que ocultan su cuerpo fueran de por sí la tortura más ignominiosa. Escalofriante. Al final, la sala, de nuevo, completamente a oscuras. Se trata de una videoinstalación, titulada Turbulent, de la artista iraní Shirin Neshat, que puede contemplarse en la sala Montcada de la Fundación La Caixa (Barcelona, hasta el 26 de julio). Entre esas cuatro paredes, en ese espacio claustral, hay más verdad que en esas dos plantas del Macba invadidas hasta hace poco por los kilos de pintura del ejercicio neocolonial (estilo Delacroix, estilo Fortuny) de Miquel Barceló: la mirada hacia lo otro que se regodea estéticamente en su explotación, con un morbo entre compasivo y decorativista. Pero ¡ay!, ya se sabe: en un tiempo en que el arte se confunde a menudo con la tapicería, hablar de verdad es como mentar la soga en casa del ahorcado. En la cámara oscura de Shirin Neshat, por el contrario, lo otro, que aquí es la otra, una mujer excluida desde hace siglos como sujeto de representación, privada de voz y de palabra, accede al centro de la obra como sujeto de conocimiento. Su lamento, que es el lamento de Neshat, se une al de todas las mujeres iraníes, argelinas o afganas, blancas y negras, castigadas como objetos en un mundo en el que la palabra sujeto sólo parece poderse declinar en masculino. La obra de Neshat, imponente, como imponentes eran aquellos terribles autorretratos que el Macba mostró hace un año en la exposición Máscara i mirall (de la que fue comisaria Anatxu Zabalbeascoa), coincide con la reciente publicación del informe anual de Amnistía Internacional, Un año de promesas rotas, justamente en el quincuagésimo aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuando el sueño ilustrado de extender universalmente aquellos viejos derechos del ciudadano (varón) es todavía eso, sólo un sueño, esperanzado como utopía pero doloroso como realidad fallida. Con ello, Neshat proclama la fuerza del artista-testimonio, voz de los que no tienen voz, claudicación del sujeto ante aquellas que han sido humilladas como objeto. Neshat muestra la herida de aquellos rostros femeninos de Irán o de Argelia condenados a esconderse debajo del velo. Neshat ofrece el espacio de la representación a aquellos cuerpos castigados a ser sombras bajo los mantos del burka impuesto por los talibanes afganos a las mujeres de su tierra: sin rostro, sin cuerpo, sin derecho a la educación ni a la asistencia sanitaria. Y el lamento de la cantante de Turbulent es el lamento por una ilustración derrotada en el día a día de todos esos países que nos complacemos hipócritamente en admirar como paraísos turísticos. Me gustaría creer que la voz de Shirin Neshat es, de paso, un homenaje a Maria Mercè Marçal. A la poeta que nos hizo sentir mejores de lo que sin duda éramos, y que fue capaz de poner en versos todo el dolor de la verdad y del amor, como en ese poema de Contraban de llum: "Vençudes, no. Desposseïdes / de l"arrel, o bé closes / sense camí, clavades cos endins. / De la mirada viva que recorda / arrencades, en un segrest de sal, / rígida camisa de força, / dolor fòssil / o sotmeses a llei d"estrangeria / arreu". El dolor de Shirin Neshat es nuestro dolor. El dolor de todas las mujeres obligadas a esconderse del espacio público, con el rostro y con su vida tapados, es nuestro dolor. El sujeto del siglo que viene ha de ser un sujeto herido por la responsabilidad: un sujeto sin andamios, vinculado a lo otro por una vulnerabilidad extrema que lo haga más frágil y menos prepotente. Todos llevamos burka.

Xavier Antich es filósofo y profesor de la Universidad de Girona.

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