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Tribuna
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Privilegios

Pocas cosas hay que agraden más a la gente que disfrutar de algún privilegio, ocupar una plaza excepcional, deleitarse con cualquier sinecura, distinguirse, en fin, de los demás mortales, por nimia que sea la diferencia. Si no es merecida, ni ha supuesto esfuerzo, miel sobre hojuelas. Estar en primera fila, en lugar destacado, llena de satisfacción el alma humana, dígase lo que se quiera. Contaban de un antiguo ministro que su afán protagonista le llevaba a tales extremos que no sólo reclamaba la preferencia en los actos a los que asistía -salvo, por supuesto, los correspondientes al jefe supremo en la época-, la cabecera de las procesiones y la presidencia de los funerales, sino que le hubiera gustado ser delantero centro del Real Oviedo o cabeza de cartel en la corrida de la Beneficencia.Que tire la primera piedra -con las naturales precauciones- quien haya rehusado una invitación de palco en el concierto, el asiento en la mesa de los novios durante el banquete de bodas, el permiso para una importante sesión en la Cámara de los Diputados o un desfile en la Pasarela Cibeles. Cierto pariente mío, hace muchísimos años, a fin de ganarse la vida, como cada hijo de vecino, cumplimentó las oposiciones al Cuerpo General de Policía. Fue destinado en la Brigada Móvil, encargada de la vigilancia de los ferrocarriles en los tiempos gloriosos del estraperlo. La satisfacción de viajar gratuitamente, aunque los recorridos le fueran marcados de antemano, y la frecuente posibilidad de ejercer las funciones represivas de su competencia le arrastraron -según referencias de alguna prima sarcástica- a llevar la placa de policía secreta prendida en la solapa, para general conocimiento.

Todos queremos ser los escogidos, los predilectos, los favoritos, tanto en el negocio de nuestros oficios o profesiones como en el ocio de jugar al golf o la petanca, que es lo mismo, pero sin palos ni césped. Recuerdo, como etapa especialmente grata en mi larga vida, un tiempo en que fui encargado de la información municipal para el diario Madrid, aquél que volaron. Salario escaso y tarea abundante, compartida con otros menesteres en la misma empresa. Pero comportaba el extraordinario aliciente de disponer de un pase del Ayuntamiento válido para el tranvía. Era sumamente satisfactorio el momento en que el cobrador -había dos puestos de trabajo por cada vehículo- se disponía a despachar el boleto, detenerle con un ademán y mostrar el permiso, con un gesto que intentaba ser discreto sin quererlo. El aspecto negativo consistía en renunciar a la posibilidad de encontrarse con un capicúa, ya que los billetes iban numerados y se consideraban de buena suerte, tan necesaria siempre y tan esquiva. Ignoro si la sinecura sigue dispensándose.

Hay otras apetitosas franquicias, del mismo origen, que cada día compruebo en el punto donde habitualmente tomo el autobús. Por causa de unas obras, terminadas o desestimadas hace meses, la parada más próxima fue desplazada provisionalmente hasta ese sitio desafortunado, en una calle pendiente con una estrecha acera. Como sucede en toda la ciudad, el lugar está ocupado por los automóviles aparcados. Exponente de la regalía consistorial es un codiciable permiso especial, librado por la Dirección de Servicios de Cultura, Educación, Juventud y Deporte, para estacionar en la reserva situada ante el número 21 de la calle de Mejía Lequerica. Lo fantástico es la venturosa salvedad: "Sin mención de matrícula", o sea, válido y coherente el cartón impreso.

Una rumbosa ventaja con los empleados que me hizo recordar viejas edades y suscitaba una sana envidia, casi platónica, pues hace años que no poseo coche propio, dicho sea sin jactancia. Empaña un poco la situación el emplazamiento interino de la parada, asunto que dura casi un año y nada se opone a que sea restituida a su anterior ubicación. Es preciso esperar a los autobuses -líneas 21 y 37- en mitad de la calzada, soportando la lluvia, el frío o el calor o esquivando las motocicletas. Permanecer en la acera significa el riesgo de que el vehículo de la EMT pase sin detenerse, a menos que se le hagan ostensibles gestos.

¿Qué pereza edilicia prolonga esta innecesaria estupidez? Misterio.

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