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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Al rescate de Rusia

LOS INTERESES occidentales a largo plazo, como indicó ayer Clinton, son los que han movido al Fondo Monetario Internacional (FMI) a poner en pie un paquete de ayuda inmediata a Rusia por valor de 12.500 millones de dólares (casi dos billones de pesetas). Ni EE UU ni Europa podían permitirse el riesgo de una nueva crisis en Rusia, de imprevisibles consecuencias. Sin embargo, el éxito de este esfuerzo no está garantizado cuando al mismo tiempo sale dinero a raudales de Rusia, pues los propios inversores rusos no parecen apostar por el futuro de su país.Esta ayuda, impulsada por Washington, provendrá fundamentalmente del FMI, en menor medida del Banco Mundial y, pese a sus propios problemas, de Japón. En total, de aquí a finales de 1999, Rusia puede recibir 22.000 millones de dólares. La astronómica cantidad dará un respiro a una economía asfixiada, cuyo PIB se ha reducido en un 50% desde 1991, y que este año, justamente, debía volver a crecer, aunque fuera modestamente, alimentando las esperanzas de tantos millones de rusos que han sufrido en silencio tanta dureza. La gripe financiera de Asia y la caída de los ingresos del petróleo en un 40% han hecho mella también en las posibilidades de recuperación del país. La devaluación del rublo no es una solución, pues no sólo tendría consecuencias sociales nefastas, sino que agravaría la situación de una deuda equivalente a casi la mitad del producto interior bruto.

El paquete de ayuda, que ha sido recibido con cautela por una Bolsa que ha perdido el 60% de su valor este año, está condicionado a la aceptación por el Parlamento, controlado por la oposición, del plan de recortes en el gasto público y de las reformas fiscales propuestas por Kiriyenko.

El Gobierno tiene aún una inmensa tarea por hacer. Rusia es una economía en la que no se recaudan casi impuestos: un 25% de los ingresos públicos sale de la empresa energética Gazprom, y la mitad de las transacciones entre empresas se realizan sobre la base del trueque, lo que no alimenta las cajas del Estado y genera una economía paralela que tiene mucho que ver con el dinero negro. La propuesta de Kiriyenko de recortar los gastos, especialmente los de las administraciones regionales, y hacer que éstas recauden sus propios impuestos parece una solución sensata, aunque resultará difícil de poner en práctica.

Para conseguir esta ayuda de emergencia, Yeltsin ha agitado con un cinismo probablemente excesivo el fantasma del caos en Rusia, con sus dimensiones sociales, militares (en un país cargado aún de armas nucleares) o económicas. Ha esgrimido, aparentemente con eficacia, el espectro del neocomunismo o de un nacionalismo autoritario en el horizonte inmediato y ante las elecciones presidenciales del 2000, en las que Yeltsin ya no aparece como solución, incluso si la salud y la Constitución le permitieran presentarse. Esto lleva a pensar que la ayuda internacional a Rusia debería ir condicionada, en cierto grado al menos, a progresos en la democratización del país. De otro modo se va a consolidar un modelo político autoritario, basado en el poder de los grupos industriales y financieros y de las mafias. No se trata sólo de salvar a Yeltsin temporalmente, de poner un parche más, sino de contribuir a la construcción de una Rusia democrática y mejor. Aunque tal empeño llevará muchos años.

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