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La ideología del mundo

De Túnez a Buenos Aires, de Moscú a Washington, de París a Canberra, de Roma a Río, por diferentes que sean las situaciones, por diversas que sean sus culturas, los mandamientos de la acción política son en todas partes los mismos: estabilidad de los precios, equilibrio presupuestario, competitividad, privatización, liberalización. ¿De dónde proviene esa similitud en los discursos en cualquier latitud del planeta?, ¿esa extraña impresión que se tiene a veces en los hoteles, por lo parecidos que son, de que uno no ha cambiado de sitio cuando está en el fin del mundo?La respuesta más inmediata es que la mundialización de los discursos es consecuencia de la mundialización de los mercados, que la economía se enseña en todas partes y que se ha cerrado la Universidad Lumumba en Moscú. Por tanto, al parecer, no hay nada de ideológico en esta evolución. Cada país se enfrenta a una misma realidad, está sometido a las mismas obligaciones y a la misma exigencia, la de adaptarse a unos mercados mundializados. Credibilidad, competitividad e innovación son los ingredientes básicos de las estrategias nacionales en un entorno de este tipo.

La caída del muro de Berlín instauró la economía de mercado como modelo universal de referencia. Este "hecho ideológico", por así decir, socavó profundamente las convicciones, afectó a las representaciones, volvió a poner en su sitio a la voluntad política al enfrentarla a sus limitaciones.

El mercado es desde ahora el único sistema a través del cual se desarrollará y se organizará la competencia entre las naciones y la evolución de las riquezas y de las posiciones en el interior de las naciones. Lo uno implica lo otro. Sean cuales sean las intenciones iniciales, el mercado incita a la competencia, a la conquista de ventajas competitivas. Suscita una dinámica irresistible en la que las consideraciones de costes, de innovaciones, de búsqueda de posiciones dominantes, son los desafíos últimos. Aquí se une al individualismo ambiente en una especie de simbiosis.

Sin embargo, el "socialismo" que, bajo la forma que sea, introduce las nociones de colectivo y de reparto interfiere profundamente en los mecanismos del mercado, hasta el punto de constituir, para el país que se une a ello, un obstáculo para la competitividad. Ésa es, al menos, la creencia generalizada en el periodo que vivimos, reforzada por la antigua imposibilidad del socialismo en un único país.

Aunque he intentado demostrar que la cohesión social no sólo no era un obstáculo para la competitividad sino que, por el contrario, podía resultar una ventaja decisiva, reconozco que el modelo que permite llegar a esa conclusión es tan frágil como el que conduce a la conclusión opuesta y que, además, es de los más minoritarios. Todo es cuestión de hipótesis, y hay que convenir que estas últimas reflejan más la convicción de quien las emite que un conocimiento científico objetivo de las "realidades" económicas y sociales. Es otra manera de decir que la economía es política. Con todo, fue el modelo de solidaridad el que se puso en práctica tras la II Guerra Mundial en la mayoría de los países occidentales, en especial en Europa, y el que conforma al mismo tiempo nuestro imaginario y nuestra herencia actual. Pero los gobernantes están sometidos a la presión externa de sus colegas y no pueden, so pena de graves riesgos, ignorar el modelo dominante del momento. Independientemente de sus convicciones iniciales, deben jugar el juego del mercado.

Por tanto, de forma imperceptible, los países se ven obligados a actuar para incrementar el perímetro del mercado (a través de la privatización) y su eficacia (a través de la liberalización). Estas exigencias se imponen a todos los Gobiernos, independientemente de su inspiración doctrinal. Forman el "programa común" de los países industrializados y de todos aquellos que desean acceder al desarrollo. El sistema de economía mixta -la búsqueda de una armonía entre sector público y sector privado- que caracterizaba a los países europeos debe ser replanteado de forma radical. Además, la expresión ha caído en desuso.

En este contexto, el pleno empleo y la lucha contra las desigualdades son objetivos imposibles o inalcanzables según el grado de avance del programa. Son posibles si no deterioran la posición competitiva del país, es decir, si no conducen a unas presiones salariales demasiado fuertes. De otro modo, se produce un repunte inflacionista o una reducción de los beneficios de las empresas. Ambos provocan una recesión de la actividad: la inflación, porque los precios nacionales suben más que los precios exteriores; la disminución de los beneficios, porque afecta desfavorablemente a la inversión. En ambos casos, la búsqueda del pleno empleo es ilusoria, dado que el incremento de los salarios enseguida restablece el nivel de empleo a lo compatible con una ausencia de inflación y con las exigencias de beneficio de las empresas. Es importante subrayar las razones. El triunfo del mercado es, evidentemente, el triunfo del capitalismo. De igual modo, cuanto más elevada sea la rentabilidad del capital, más débil será el poder negociador de los asalariados. Sin embargo, éste aumenta a medida que nos acercamos al pleno empleo. En un país en el que el sistema de protección social es relativamente generoso, y el derecho laboral, protector, el pleno empleo conduce a un incremento "demasiado fuerte" del poder negociador de los asalariados, lo que reduce la rentabilidad del capital. Entonces, los asalariados, doblemente protegidos por el pleno empleo -su grado de dependencia de la empresa disminuye, dado que en esa situación les es más fácil encontrar otro empleo- y por la legislación laboral, reclaman lógicamente aumentos salariales. De ese modo, existe una interrelación entre el nivel de empleo y el grado de protección social. Cuanto más elevado es este último, más debe serlo también la tasa de paro para moderar las reivindicaciones salariales. Este enunciado es relativo. Se puede formular tomando como referencia no la remuneración del trabajo, sino la del capital. Entonces debe enunciarse de la siguiente forma: en una economía en la que el sistema social está suficientemente desarrollado como para proteger de forma eficaz a los asalariados, la tasa de paro debe ser más elevada cuanto más fuerte es la rentabilidad exigida del capital. Si esta última es una cifra impuesta por el mercado mundial de los capitales, la única alternativa a la aceptación de una tasa de paro elevada es la que consiste en reformar el sistema de protección social. La búsqueda del pleno empleo mediante políticas expansionistas es ilusoria, ya que choca con el estado de las relaciones de fuerza existentes entre capitalistas y asalariados.

Sólo los países caracterizados por un sistema de protección social poco desarrollado -cuyo mercado de trabajo es flexible- pueden poner en práctica de forma concreta políticas de pleno empleo. En estos países, el efecto del pleno empleo sobre el poder negociador de los asalariados se ve compensado por la relativa precariedad de las formas de empleo. Lo que puede explicar el activismo en materia de política macroeconómica de Estados Unidos y la pasividad europea.

Así es como se conjuga hoy la ideología del mundo. Como toda ideología, contiene elementos de análisis que pueden resultar convincentes, pero choca con las contradicciones de la realidad. Si, tomando cierto distanciamiento en relación con las evoluciones a corto plazo, estudiamos los resultados económicos medios de los países industrializados en los veinte últimos años, sólo podemos sorprendernos por su similitud, en especial la de su tasa de crecimiento. Contrariamente a la ideología del momento, la diversidad de sus sistemas sociales parece no haber tenido ninguna influencia en su capacidad para enriquecerse. De este modo, las democracias parecen disfrutar de una libertad mucho mayor de lo que se afirma habitualmente para elegir el grado de solidaridad que mejor se corresponde con su cultura y, por tanto, con su modelo social. Porque a la larga, una excesiva influencia de la ideología en la elección de las sociedades puede conducir a los desequilibrios sociales más graves y a los desequilibrios financieros más extravagantes. La crisis asiática, es decir, la de países donde se aplicaron al pie de la letra las recomendaciones de la nueva ideología en materia de gestión macroeconómica, proporciona la mejor ilustración.

Porque la ideología del mercado choca con una limitación que los propios teóricos del mercado han puesto de relieve, pero que apenas se enseña: un funcionamiento, incluso óptimo, de una economía de mercado, aunque sea la más rica, no garantiza la supervivencia del conjunto de la población. Esta deficiencia estructural de la economía de mercado es el punto de entrada del modelo social, de las consideraciones colectivas y de la solidaridad. De este modo, mercado y "socialismo" van en el mismo barco, ya que el primero carece de sentido sin el segundo. Así pues, resulta un tanto limitado proponer a una población el mercado como horizonte insuperable bajo el pretexto de que quienes poseen el capital exigen rendimientos exorbitantes.

Sobre todo hay que evitar que, debido a su entusiasmo juvenil por la nueva ideología, los países pongan en práctica por doquier reformas que les hagan redescubrir concretamente esa facultad despiadada de los mercados para seleccionar a la población superviviente.

Jean-Paul Fitoussi es economista francés.

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