De la nebulosa de Andrómeda al milagro lingüístico
Cuentan las crónicas de la transición que los copleros perversos del bestiario anticatalanista anunciaron la llegada de un caballero de brega almogávar emboscado en la barretina del honorable Tarradellas. Llegó, según los copleros perversos, para someter al Reino de Valencia, por la huella de la luz estelar, en una cosmogonía épica. Llegó, según los copleros perversos, procedente de una estrella de la nebulosa de Andrómeda: Almanch. Años después, los hermeneutas críticos pusieron patas arriba aquella ensalada y le extirparon una embustería condimentada con harina de cizaña, porque: no venía de la remota y enigmática Almanch, sino de la vecina y laboriosa Almenara, provincia de Castellón; no era caballero de brega almogávar, sino caballero de ciencia valenciano, licenciado en Físicas por la Complutense, doctorado en la cosa por París y Barcelona, investigador afanado del cosmos, de la gravitación, de la mecánica relativista, y cátedro de tantos saberes; no venía a someter a nada ni a nadie, sino a impartir conocimientos y horizontes, a profesar la docencia y la pesquisa académica, y lo eligieron rector democráticamente, el primero, en 1984; y lo volvieron a elegir dos años más tarde, ya con los estatutos elaborados por el claustro constituyente, con el apoyo del Bloc Progressista, frente a la candidatura de Ángel Ortí, presentado por la Convergència Progressista Universitària; y lo eligieron, por tercera vez, y estuvo hasta 1994; cuando dejó vacante el rectorado, se lo ganó a voto limpio Pedro Ruiz. Luego a Ramón Lapiedra, su sucesor y amigo le entregó la medalla de oro de la Universidad de Valencia; Miguel Ángel Quintanilla, secretario general del Consejo de Universidades, lo puso de intelectual universalista y racionalista para arriba; y el entonces conseller de Educación, Joan Romero, destacó su decidida defensa de las libertades individuales y colectivas. La comunidad académica y cultural le hizo un fino encaje de polvo cósmico. Y a los copleros perversos, desteñidos y perplejos, la voz se les esfumó en la liturgia de su propio y contrito réquiem. Ramón Lapiedra nunca se alhajó con la ufanía de Kant: "Dádme materia y construiré un mundo". Pero baldeó las cenizas del franquismo y fertilizó el campus con tolerancia, fosfatos, independencia, diálogo, respeto, cianamina cálcica y convivencia. Ramón Lapiedra, 58 años el 10 de julio, está pendiente de la paz lingüística. Durante meses, las lumbreras del Consell Valencià de Cultura han deslucido el Palau de Forcalló con esquirlas de munición encefálica. Pero pactaron. El profesor Grisolía, presidente de la institución, ha hablado de "pequeño milagro". Y lo es por la singularidad de su naturaleza: el milagro es un acto de poder sobrenatural que escapa a nuestro entendimiento; el pacto es una conveniencia política y social que escapa a la filología. Pero había que cumplir. Y cumplieron los olímpicos del CVC. Lo festejaron el presidente Eduardo Zaplana y el secretario general del PSPV, es decir, el turnismo calculado, que habían puesto en el asador una común e intrépida voluntad de consenso. Lo festejaron, aunque con berberechos y una de aceitunas, otros, apostados en el bar de la esquina. Lo aceptaron, con reticencias y reservas, la Universidad de Valencia, EU, Acció Cultural del PV, el Institut Interuniversitari y más. Lo rechazaron de entrada, los hígados del secesionismo, aunque es posible que Xavier Casp medite y proponga: mi abstención por un matiz. En este asunto ha habido consultas y compromisos por los andamios, por las cúpulas, por todas las alturas: el conflicto se corrompe en una atmósfera de tósigos. La primera lectura del informe tiene un encanto Dadá, de verso de Tristán Tzara; la segunda parece el programa de un viaje organizado por el Inem, para visitar las catedrales de la antigua Corona de Aragón; la tercera ya permite vislumbrar la unidad de la lengua propia de valencianos, catalanes y mallorquines; la cuarta urge un ente normativo acreditado; la quinta está por hacer. Ramón Lapiedra, desde la sensatez y el compromiso ético, ha inspirado el milagro. Ramón Lapiedra evoca la efigie y la ilustración de Jean de la Fontaine: en el cuento de la lechera no tiene por qué romperse el cántaro otra vez. Y apuesta porque llegue intacto y sosegado a su inevitable destino.
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