Marea de silencio
Hacía calor, recuerdo, y, mientras llegaba amortiguada la música de la fiesta, supimos que le habían asesinado. Al estupor siguió aquella inmensa marea humana de ira contenida, de queja y de dolor. Hace de esto un año, y, hoy, una oleada de cansancio, un cansancio como de mil años nos oprime; un sentimiento que es a la vez de náusea e irritación. Entre tanto, en la memoria sólo van quedando imágenes, gestos sin palabras, detalles, cosas mudas que aún nos siguen hablando a cada uno de nosotros: rostros graves o descompuestos, escenarios, situaciones vividas. Porque, tras el guirigay organizado durante el verano, luego en el otoño y hasta ayer mismo, no hay sitio en la memoria para la palabra. Podríamos hablar -de nuevo hablar- de la unidad exigida, de democracia y totalitarismo, de la revuelta contra ETA, del Estado de Derecho, de la perversión social que supondría ceder (lo que llaman dialogar), podríamos hacerlo de la crueldad y la dignidad, pero todo ha sido ya dicho. Cuando una palabra ha ido desplazando a otra, gastándola, volver sobre ello es corroer aún más el valor de éstas. Entonces sólo quedan en la memoria las imágenes y el silencio. Y no es poco. Porque el silencio puede ser tan elocuente como la palabra misma. De hecho, si algo dominó aquel fin de semana fue la imponente marea de silencio que se impuso sobre cualquier otra realidad y que a todos nos conmovió. Tal vez hoy sea el recuerdo más vívido que todos compartimos al evocar aquellos momentos. Vivimos en una sociedad demasiado estruendosa para la realidad opresiva que nos toca padecer. La conversación pública -si así puede llamarse a la comunicación en sentido amplio- no transcurre de modo natural desde los temas de la paz a los del placer, de la anécdota sencilla o sutil a la pequeña incursión erudita, de la amistad al gusto por la pintura o la música, del disfrute por el campo o la ciudad a la querencia por la noche, no. Sería un modo silencioso de conversar, una manera de civilizar el ruido. Pero no, más bien predomina la discusión ruidosa, a veces bronca, recurrente siempre, sobre los temas que nos obsesionan (véanse los noticiarios, las tertulias o los artículos de opinión; éste mismo, tal vez). Y así la conversación permanece infructuosa. Hemos perdido el sentido del silencio, hemos olvidado su valor. Hemos olvidado que el silencio, como acto de respeto, de cortesía, de comunidad, y también de agresividad o de altanería, es en sí mismo un acto de comunicación. Saber callarse y saber callarse a tiempo son alguna de las sabidurías que más ha costado al hombre adquirir. Está, además, el silencio como contrapunto del discurso (y de la música), ese sosiego que precede o rodea la palabra y que le da su verdadera dimensión. La preocupación por el silencio y su razón viene de antiguo. Decía Plutarco que de los dioses aprendemos el silencio y de los hombres la palabra. Tal vez sea excesivo el aserto para una cultura, como la nuestra, para la que al principio existió la Palabra. A pesar de ello, en toda las culturas ha existido una preocupación por la contención en la palabra como vía de perfección. Kaikavus ibn Iskandar, gobernante persa del siglo XI, decía que un hombre demasiado dado a la charla se encuentra entre los necios, por más sabio que pueda ser. Hay o ha habido culturas que practican el arte del silencio en sus hábitos de comunicación. Ocurre con la aristocracia británica, las sagas islandesas (creen, y no les falta razón, que es peligroso hablar, porque lo que se dice no se puede retirar) y con los campesinos de Finlandia, que pasa por ser el país menos hablador de la tierra. También nosotros, en otro grado disponemos de cierta cultura del silencio: silencio ante la muerte, lo sagrado o lo elevado. La reacción de julio del pasado año contenía no pocas cosas valiosas. No fue la menor entre ellas la de recuperar el silencio como elemento de respeto, autenticidad y concordia entre la ciudadanía. Sería cosa de perseverar en ello reduciendo el actual nivel de ruido.
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