El baño de Diana
Todos los veranos de mi infancia los pasábamos en un pueblo de la zona más árida de Castilla. Entonces aún no se había extendido la costumbre de estabular el ganado, y las vacas eran una figura familiar en las calles de aquellos pueblos. Mi madre las tenía un miedo cerval, y le bastaba con tropezar con alguna, sobre todo al atardecer, cuando regresaban de pastar, para tener una reacción de pánico. A nosotros nos encantaba la escena, pues mi madre perdía por completo la cabeza y se transformaba en una niña, una niña temblorosa y asustada que o bien se ponía a nuestras espaldas tratando de protegerse, y su nerviosismo era tal que llegaba a clavarnos las uñas, o se echaba a correr sin más en cualquier dirección, hasta terminar en el portal más próximo o subida a las tapias de las eras.Desde entonces siempre que veo una vaca, real o representada, pienso en esta escena, tan divertida como injustificada. Divertida, porque mi madre estaba de verdad graciosa en medio de la escena del pánico; injustificada, porque no hay animal más indolente y previsible que una vaca lechera, y en el que sea menos pensable una reacción de ataque. Sólo podría comparárselas con las ovejas, aunque éstas sufren al menos el estigma del miedo, y la extraña pulsión del hacinamiento, lo que las hace más efusivas y nerviosas, más cercanas, por tanto, al mundo de la expresión. En las vacas nada parece anticipar ese mundo. Es cierto que viven junto al hombre, pero esa proximidad sólo parece haber sido capaz de provocar en ellas indolencia. Una indolencia que no anuncia cosa alguna, que no expresa ni dice, que es un mero permanecer en el límite de la nada.
Y, sin embargo, en el libro de Enoch, compuesto en tiempos del gnosticismo con materiales muy antiguos, el primer hombre nace de una vaca. "He aquí que una vaca nació de la tierra, y esta vaca era blanca. Después siguió una ternera, y con ella otra ternera. Una era negra y otra era roja. Después, una de estas terneras fue a las vacas blancas y les enseñó un misterio. Mientras que la vaca blanca temblaba se convirtió en un hombre que construyó un gran barco donde vivió con tres mujeres". Luego sigue la descripción del diluvio: "Habiéndose disipado las tinieblas, el barco se quedó en tierra. Entonces, la vaca blanca, que se había transformado en hombre, salió del navío y las otras vacas salieron con él".
De este hermoso y singular texto me sorprende sobre todo la audaz idea de que el hombre es una criatura que nace del temblor. La vaca tiembla, y nace el primer hombre, que enseguida se pone a construir el Arca, que habrá de asegurar la continuidad de la vida. O dicho de otra forma, el lenguaje, pues hablar del hombre es hablar de las palabras, sólo puede nacer en ese límite en que el temblor lo es todo. Un cuerpo que tiembla, no importa que de placer, de ira o de miedo, es un cuerpo abierto al lenguaje, a la palabra. Que está siendo habitado por las palabras. No que sean las palabras las que le hacen temblar, sino que el temblor mismo es intuición de la palabra, presentimiento de su paso.
Es aquí donde se sitúa la escena del libro de Enoch. El hombre nace de la vaca para construir el Arca salvadora. Su reino es, pues, el que sucede al diluvio, a la destrucción. Pero ese reino es también el reino de la novela. Un reino que no coincide con el reino del Génesis, aún no tocado por la desdicha, y que es el reino de Odiseo en la escena en que se encuentra con Nausicaa en la playa, el de Don Quijote en su peregrinar por las estepas manchegas, el de Enkidu, el hombre primitivo y sencillo, compañero de Gilgamesh, que antes de conocer a la mujer vagaba con las gacelas en la pradera. Y también, claro, ese reino más personal en el que me introduzco con sólo tropezar con una vaca, que es un animal que será ya siempre para mí pura novelería, en la medida en que sólo puedo verlo como un saco de palabras. O dicho de otra forma, bajo la óptica del temblor de mi madre. Contaminado por su nerviosismo, por sus risas, por su loca actitud.
Al escribir esto me doy cuenta de una cosa. Que acabo de escribir una novela sobre ese tiempo, utilizando muchos de mis recuerdos, y que, sin embargo, he eludido contar esa historia. No es la primera vez que me pasa. Antes bien, siempre que termino un libro descubro que hay algo que, aun perteneciéndole estrechamente, he olvidado incluir en sus páginas. He escrito que me olvidé, pero no creo que se trate de un olvido. Supongo que responde a una táctica no premeditada, pues dejar algo en suspenso, sin contar, es dejar abierta la posibilidad del regreso. Del regreso a ese lugar, distinto con cada nuevo libro, que visité sin descanso durante los largos meses que dediqué a escribirlo. Porque el novelista no hace nada, y bien mirado, su oficio no tiene mayor mérito. Sólo elige un lugar, y empieza a acudir a él. Si la elección es buena, lo que nunca termina de saberse, la novela va llegando sola. Es como descubrir una fuente, y sentarse a esperar, con el convencimiento de que antes o después todos los animales escondidos tendrán que salir de la espesura para beber en ella. El novelista es como Acteón. Va al bosque, y se esconde. Si aparece Diana, la novela está escrita. Si no lo hace, más vale que se marche y, sobre todo, que no ande contando que la vio (es algo que se nota muchísimo). Todas las novelas que existen tienen por última referencia esa escena, la del cuerpo desnudo en el bosque silencioso. Nausicaa ve a Odiseo en la playa, y ese cuerpo golpeado, apenas cubierto por una rama, contiene la sustancia completa de la novela que a partir de ese instante empezará a escribir. Por eso, y contra cierta tendencia actual que postula, en una suerte de afirmación antirromántica, la condición artesanal del oficio de escribir, a mí me gusta pensar lo contrario. Que escribir novelas no es un oficio, o, si lo es, se trata de un oficio muy particular. Pues ¿qué oficio puede ser ése en que nunca sabe lo que va a resultar? ¿Llamaríamos carpintero a aquel que habiéndole pedido, pongamos por caso, una silla de cocina, termina por entregarnos una chocolatera o una escalerilla para subir a los árboles? No tengo nada contra los oficios, agrandan la vida, la dignifican con el trabajo, nos ayudan en los pormenores del tiempo, sólo que escribir novelas no tiene nada que ver con la realidad empírica. Tampoco con las personas llamadas normales, o si lo tiene, es precisamente con ese punto en que éstas desmienten tal condición. Con lo que de anormal, o extraordinario, hay en esa vida consumida por los tópicos y los lugares comunes, que es la vida de casi todos nosotros. En todo caso, como diría Cervantes, se trataría de un oficio peregrino. Aunque yo creo que a lo que de verdad se parece un novelista es a un ladrón, y que escribir no es distinto a salir a robar. Conviene estar al tanto de los
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tejados, ser experto en cerraduras y en el arte de los desplazamientos. Pero, claro, ni aun siendo capaz de esto el botín está asegurado.
No, escribir no es salir a robar. El verdadero novelista no es el que roba, el que obtiene un botín, sino el que vuelve sin nada, más pobre que nunca. El que entró a robar y no pudo llevarse nada, por no romper el cerco de silencio que rodeaba lo valioso. Por eso todas las grandes novelas son tristes, están marcadas por la pena. Tienen que serlo porque el lugar al que se llega, el cuerpo tan ardientemente anhelado, siempre está marcado por un noli me tangere, de forma que cuanto más se desea algo más descubrimos en ello un núcleo de materia intocable, que nos dice que no lo podremos tener. "No te acerques, no me toques", le dice la diosa a Acteón. "Cuando la pluma más finamente cortada, en su momento de mayor inspiración, ha escrito su cuento con la más preciosa tinta, ¿dónde podría leerse un cuento aún más profundo, dulce, alegre y cruel?: en la página en blanco", escribió Isak Dinesen, haciendo de ese silencio, de esa materia intocable, la sustancia última de todo relato. Fiel a ese principio, una vez que un antropólogo le pidió permiso para excavar unos túmulos sepulcrales dentro de su propiedad, ella se negó en los términos más vehementes. Y así, sus túmulos siguieron allí, ocultando lo que protegían. "No es necesario desenterrar las raíces, basta con saber que están alli", escribió después en una carta. Mantener esas raíces enterradas, pero libres los caminos que llevan a ellas, es la mejor definición que conozco del arte de novelar.
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