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Sevilla es Valladolida

CARLOS COLÓN Un amigo que vivía en un piso bajo de una callecita del barrio de Santa Cruz, huyó de allí diciendo que ya estaba harto de ver japoneses en calzones cada vez que miraba por la ventana. Su deserción se produjo en la penúltima de las tres fases de museificación que ha conocido el barrio, a principios de los años ochenta. La primera fase, como es sabido, se dio en el entorno de la Exposición del 29, cuando el regionalismo arquitectónico convirtió esta zona de la antigua judería (la ribera de San Bartolomé se salvó) en un tan bello como artificial decorado. Pero como la teoría de Goebbels sobre la propaganda -una mentira repetida y mantenida en el tiempo se convierte en verdad- vale también para la arquitectura, con el paso del tiempo y la permanencia de los edificios, la falsedad de Santa Cruz acabó siendo una de las verdades de Sevilla; y fue posible vivir allí la ciudad a la sombra de la Giralda y del Alcázar, hasta oyendo el eco de los pasos melancólicos de Joaquín Romero Murube por sus jardines. La segunda fase de museificación, que fue la hizo huir a este amigo, se dio durante el desarrollismo, al calor de la sobreexplotación turística iniciada en los sesenta, que hizo tanto daño a las costas como a las ciudades. El problema ya no era la bella mentira arquitectónica, sino la proliferación de compactas caravanas turísticas, la invasión de autobuses en las plazas de Santa Cruz y del Triunfo (esta última ha durado hasta principios de los noventa), la reorientación del comercio hacia el souvenir y el desplazamiento de los vecinos más modestos -drama compartido por todos los barrios históricos- hacia las nuevas zonas de expansión de la ciudad. La tercera fase la vivimos ahora. Convertida la Catedral, el gran símbolo protector del barrio, en un museo, éste parece haberse desmoralizado, como si se dijera: "si hasta la Catedral es ya un museo, ¿cómo podré yo salvarme de serlo?". Hoy Santa Cruz es ojos de chorizo mirando bolsos con lascivia; tiendas -como la lechería de Dolorcitas- que cierran para que en ellas se instalen otras de camisetas y recuerdos (un homenaje al ultramarinos de Paco: el día que cierre, el barrio será menos barrio); bares que, desconociendo los buenos modales del Alcazaba, el Giralda (otro homenaje -y este con medalla de distinción- a quien salvó este tesoro de la ciudad y lo cuida con tan exquisito mimo) o Las Columnas, tienden al fomento de la movida; y vecinos cada vez más parecidos al Ronald Jeremie de Los Morancos. Ahora, además, es una zona vallada por el lado de los jardines de Murillo, con lo que se restringe el acceso de los vecinos y el uso del espacio. La neurótica obsesión de vallarlo todo, ya se trate de espacios o de fiestas, afecta también al desdichado Santa Cruz, definitivo rostro esperpéntico de la ficción y la mentira de Sevilla. Habría que proponer al Ayuntamiento un cambio de nombre para la ciudad, y que en vez del actual, que para muchos sugiere disfrute común de calles y plazas amadas como propias, pase a llamarse -uniendo en el nombre rigideces castellanas, las malditas vallas y el dolor ciudadano que causan- en vez de Sevilla, Valladolida.

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